La Luna

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Arianne se vistió con unos pantalones negros desgastados, una camiseta que antes fue de su hermano mayor y cogió la capa del armario. La capa se la había hecho ella misma con una tela que cogió del viejo armario de su madre atándosela con una pinza del pelo. La tela estaba muy vieja y desgastada, pero a pesar de ello, la niña la cosía cada vez que se le enganchaba con alguna rama o cuando algún animal del bosque se la mordía.

La pequeña se cubrió la cara con la capucha negra y dejó que su pelo enredado le cubriera la suciedad que había, ya como hábito, en su rostro. Saltó desde su ventana hasta la rama del árbol más próxima a ella, y se colgó con ambas manos. Era una rama gruesa que aguantaba su peso y que había estado aguantándolo durante todas las escapadas nocturnas de la niña. Se balanceó con fuerza y se soltó para caer con la suavidad de una pluma sobre el arenal que había bajo la rama del árbol, tratando de no hacer ruido para no despertar a nadie.

Arianna había crecido con una familia humilde, a pesar de no ser la suya. Ella era una niña menuda, delgada y de pelo rubio. Sus ojos azules destacaban en el pálido rostro de la pequeña que, a veces, estaba demasiado sucio para parecer blanco. La niña no recordaba nada de su pasado, sólo a aquella cálida familia que la acogía. Pero a veces sentía que no pertenecía allí, se sentía desplazada.

En la casa de la que escapaba cada noche para esconderse en el bosque, vivían sus padres, sus tres hermanos mayores, su abuelo y su abuela, y su tía con el bebé. Todos tenían el pelo negro y la piel oscura. Los hombres tenían los hombros el doble de anchos que los suyos y las mujeres eran el tres veces más altas que ella. Era una familia grande y acogedora, pero Arianne no se sentía del todo bien con ellos y, por eso acostumbraba a salir a pasear por las noches. Eso le ayudaba a aclarar sus ideas y a tener sus momentos de intimidad.

Al caer en el arenal, la capa se quedó flotando detrás de ella en vez de caer sobre su espalda, como habría sido de esperar. La pequeña ya se había acostumbrado a que su capa flotara a su antojo en el aire en vez de ondear con el viento.

Aquella vieja capa era una de aquellas cosas que un niño cuida para siempre, que la niña usaba para resguardarse de la oscuridad de la noche y del frío invernal que acostumbraba a hacer en aquel pueblo.

Un par de noches atrás Arianna y su familia habían subido al tejado de su casa para observar una curiosa lluvia de estrellas. Era fantástico ver danzar las estrellas por el gran manto azul. Miles de pequeños angelitos iluminados caían del cielo y se perdían en el bosque que rodeaba la casa.

Pero al acabar la noche, para su sorpresa, lo único que quedó en el cielo fue una gran extensión azul oscuro que se erguía ante la noche.

Ya volvía a ser de noche y hacía dos días que las estrellas no aparecían por el cielo. Realmente nadie se preocupó por aquello, probablemente nadie se había fijado.

«Será la contaminación», argumentaban algunos.

«¿Quién se preocupa por eso?», le preguntaban otros.

Pero Arianna, que era una niña muy observadora, notó su prolongada ausencia así que decidió adentrarse en el bosque esa noche para buscarlas.

La niña se cubrió la cara con la capucha negra de su capa y se adentró en la negrura del bosque que rodeaba su casa.

Cada media noche la luz de la luna confería un aspecto mágico a la escena: un bosque de un color entre azulado y verdoso, con toques plateados y dorados. El agua de los charcos parecía un agua cristalina y potable, aunque ella ya sabía que todo aquello no era más que una mera ilusión. Las hojas de los árboles brillaban con el rocío de la noche helada, bajo aquella luz celestial. Incluso la madera del puente que cruzaba el río parecía extrañamente mágica.

Pero aquella noche, todo era distinto: no salían las estrellas ni tampoco aparecía la luna. El bosque estaba sumido en una oscuridad casi perfecta. A Arianne le parecía demasiado sospechoso que no hubiera ni luna ni estrellas. Algo pasaba en ese bosque y la niña quería desentrañar el misterio.

Ella avanzaba poco a poco por el misterioso bosque, procurando que la capa no se rasgara con las ramas de los arbustos, e intentando esconderse de la atenta mirada de los animales que vivían entre la oscuridad y el follaje de los árboles.

De repente una intensa luz apareció en el campo de visión de la pequeña. Cubriéndose con la capa, escurriéndose entre las sombras, ella se acercó a la luz.

Un claro se extendía ante sus ojos. Un círculo perfecto, sin árboles ni flores, y con un grandioso árbol en medio cubriendo el cielo con sus hojas. Todo lo que había bajo el árbol debería estar sumido en la oscuridad, ya que la frondosa copa del árbol central debería eclipsar la luz de la luna y las estrellas. Pero aquella noche ocurría todo lo contrario: la luz salía del mismo árbol, iluminando miles de pequeñas hadas tiradas por el suelo del claro.

Arianne se acercó, con cuidado, al hada que tenía más cerca. Esta no tenía ninguna ala rota, tampoco tenía ninguna herida, pero parecía demasiado cansada para volar o para emitir más que una tenue luz.

Miles de pequeños ángeles caídos del cielo estaban muriéndose en el suelo de aquel claro, y un chico mayor, con sonrisa burlona y posado pícaro, sostenía la luna entre sus manos.

-¿Qué haces aquí, niña?

-Vengo a rescatar a la Luna y sus miles de estrellas.

-¿Para qué querrías hacerlo? No las necesitas a ninguna de ellas- le contestó el chico, señalando con un ademán, a todas las estrellas caídas.

-El cielo no es lo mismo sin ellas. La Noche no puede vivir sin la Luna. Las estrellas cayeron y todo se sumió en una profunda oscuridad. Ni siquiera este bosque es lo mismo desde entonces.

-Las estrellas no cayeron, -le explicó el muchacho- vinieron a buscar a su Luna y murieron en el intento.

-Aún no están muertas- replicó la niña, enfurecida- aún brillan. Aún puedo salvarlas. Aún puedo devolverle la Noche a este mundo.

-¿Para qué querrías hacer eso?

El chico parecía estar cansándose de la niña, y se colocó en posición amenazante para echarla sin remordimientos.

-Para soñar- el chico se quedó boquiabierto. -La Noche sirve para soñar, para vivir otra realidad, para escapar del mal del mundo. Si alguien tan egoísta como tú nos quita la Luna y las estrellas, ¿cómo podremos soñar el resto de niños?

El chico se quedó pensativo, aún sosteniendo la Luna entre sus brazos. Las estrellas empezaron a revolotear por el suelo, intentando levantar el vuelo, pero seguían demasiado débiles.

-¡Calla!- le gritó el joven egoísta.

-Luna, te necesitamos para vivir- esta vez Arianne le hablaba a la Luna. -Sin sueños, la realidad deja de tener sentido. Sin sueños, la gente deja de ser feliz. Sin felicidad, la gente deja de vivir. No quiero vivir en un mundo muerto, ni tampoco en un mundo vivo pero sin ti.

La Luna, para sorpresa de todos, empezó a brillar más fuerte de lo que había brillado jamás. Las estrellas empezaron a volar y levantaron a la niña del suelo, llevándola hasta el muchacho. Ella le arrebató la Luna de las manos y le susurró palabras de amor.

La Luna pesaba mucho más de lo que ella habría imaginado jamás, pero no quemaba, ni su brillo dolía a los ojos. Emitía una luz intensa pero agradable y su superficie estaba templada, como si eso señalara que la Luna aún conservaba parte de su fuerza.

Entre todas las estrellas levantaron a la niña del suelo y la llevaron volando, por encima de los árboles del bosque. Finalmente, la posaron sobre el árbol que había frente la ventana de su habitación, para que ella pudiese volver a dormir tranquila.

Cuando Arianne se dio la vuelta, la Luna y sus estrellas estaban volando otra vez por el cielo, bailando sobre ese manto oscuro de color azul.

Y Luna le mandó un beso de buenas noches.

Ahora, y para siempre, Arianne se ha convertido en una estrella más. Una estrella del suelo. Una estrella que ayuda a sus amigos, a su familia y a la gente que la rodea. Es la estrella vigilante de la Noche y si, otra vez, otro chico decide robar la Luna, ahí estará ella para rescatarla.


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