Se conversaba poco en el vagón, y por otra parte el sueño iba a apoderarse pronto de los viajeros. Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de policía, pero no le hablaba. Desde los últimos acontecimientos, sus relaciones se habían enfriado notablemente. Ya no había simpatía ni intimidad. Fix no había cambiado nada de su modo de ser; pero Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y dispuesto a estrangular a su antiguo amigo a la menor sospecha.

Una hora después de la salida del tren comenzó a caer una nieve que no podía entorpecer, afortunadamente, la marcha del tren. Por las ventanillas ya no se veía más que una inmensa alfombra blanca, sobre la cual, desarrollando sus espirales, se destacaba, ceniciento, el vapor de la locomotora.

A las ocho, un camarero entró en el vagón y anunció a los pasajeros que había llegado la hora de acostarse. Ese vagón era un sleeping–car, que en algunos minutos queda transformado en dormitorio. Los respaldos de los bancos se doblaron; unos colchoncitos, curiosamente empaquetados, se desarrollaron por un sistema ingenioso; quedaron improvisados en pocos instantes unos camarotes y cada viajero pudo tener a su disposición una cama confortable defendida por recias cortinas contra toda mirada indiscreta. Las sábanas eran blancas, las almohadas blandas, y no había más que acostarse y dormir, lo que cada cual hizo como si se hubiera encontrado en el cómodo camarote de un barco, mientras el tren corría a todo vapor por el estado de California.

En esa porción del territorio que se extiende entre San Francisco y Sacramento, el suelo es poco accidentado. Esa parte del ferrocarril, llamada Central Pacific Road, tomaba a Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro del que partía de Omaha. De San Francisco, la capital de California, la línea corría directamente al nordeste, siguiendo el American river, que desagua en la bahía de San Pablo. Las ciento veinte millas comprendidas entre estas dos importantes ciudades fueron recorridas en seis horas, y hacia la medianoche, mientras los viajeros se hallaban entregados a su primer sueño, pasaron por Sacramento, no pudiendo, por lo tanto, ver nada de esa considerable ciudad, residencia de la legislatura del estado de California, ni sus bellos muelles, ni sus anchas calles, ni sus espléndidos palacios, ni sus plazas, ni sus templos.

Más allá de Sacramento, el tren, después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Auburn y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de la mañana cuando pasó por la estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio era de nuevo un vagón ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los pintorescos paisajes de aquel montañoso país. El trazado del ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido sobre los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de curvas atrevidas, penetrando en gargantas estrechas que parecían sin salida. La locomotora, brillante como unas andas, con su gran chimenea, que despedía fulgores rojizos y su plateada campana, mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas, retorciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.

Había pocos túneles o ninguno, y no existían puentes. El ferrocarril seguía los contornos de las montañas no buscando en la línea recta el camino más corto de uno a otro punto y no violentando a la naturaleza.

Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren penetraba en el estado de Nevada, siguiendo siempre la dirección nordeste. A las doce pasaba por Reno, donde los viajeros tuvieron veinte minutos para almorzar.

Desde este punto, la vía férrea, costeando el Humboldt river, se elevó durante algunas millas hacia el norte, siguiendo su curso; después torció al este, no debiendo ya separarse de ese río hasta llegara a los Humboldt ranges, donde nace, casi a la extremidad oriental del estado de Nevada.

Después de haber almorzado, míster Fogg, mistress Auda y sus compañeros volvieron a sus asientos. Phileas Fogg, la joven Auda y sus compañeros, confortablemente colocados, contemplaban el variado paisaje que se presentaba a su vista; dilatadas praderas, montañas que se perfilaban en el horizonte y arroyos de espumosas aguas. De vez en cuando aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño de bisontes cual dique movedizo. Esos innumerables ejércitos de rumiantes oponen a veces un obstáculo insuperable al paso de los trenes. Se han visto millares de ellos desfilar, durante horas y horas en apiñadas hileras a través de los raíles. La locomotora tiene entonces que detenerse y aguardar a que la vía esté libre.

Y eso fue lo que aconteció en aquella ocasión. A las tres de la tarde, la vía quedó interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas. La máquina, después de haber amortiguado su velocidad, intentó introducir su espolón en tan inmensa columna; pero, al fin, hubo de detenerse ante la impenetrable masa.

Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a veces formidables mugidos. Tenían una estatura superior a los de Europa; piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las astas separadas en la base; la cabeza, cuello y espalda cubiertos con una melena de largo pelo. No podía pensarse en detener aquella emigración. Cuando los bisontes adoptan una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de carne viva que no puede ser contenido por dique alguno.

Los viajeros, diseminados sobre los pasadizos, contemplaban el curioso espectáculo; pero el que debía tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había permanecido en su puesto, esperando filosóficamente a que los búfalos quisieran dejarle paso. Picaporte estaba enfurecido por la tardanza que ocasionaba aquella aglomeración de animales. De buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de revólveres.

—¡Qué país! —exclamó—. ¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así en procesión sin prisa ninguna, como si no estorbasen la circulación! ¡Caracoles! ¡Quisiera yo saber si míster Fogg había previsto este contratiempo en su programa! ¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina a través de ese ganado!

El maquinista no había intentado forzar el obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera aplastado, sin duda alguna, a los primeros búfalos atacados por el espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la máquina, habría hecho alto en seguida, dando lugar a un descarrilamiento y a una detención indefinida del tren.

Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril, mientras las primeras filas desaparecían por el horizonte meridional.

Eran, pues, las ocho cuando el tren cruzó los desfiladeros de los Humboldt ranges, y las nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago Salado, el curioso país de los mormones.


La vuelta al mundo en ochenta díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora