Cuando Sandra y Ann venían, solían usar una táctica similar, poniendo la televisión, y esperaban ver mi reacción. Mover mano derecha para sí, y mano izquierda para no.

La dupla estrella de la clase solía traer un tablero de fútbol para explicarme sus últimas jugadas, y me habría gustado poder decirles que apenas podía entender sus palabras. Mi cerebro no estaba en condiciones de comprender una estrategia.

Henry también se daba vueltas por el hospital, generalmente traía puesto su uniforme de chico de las pizzas. Lo que me gustaba de sus visitas es que me hablaba de muchas cosas, de mi niñez, mi vida escolar, me contaba anécdotas divertidas y otras vergonzosas. En sus palabras volvía a conocerme, a recordar quién era, y me aliviaba. Había otra persona que solía hablar de de las experiencias que él omitía, su nombre era Victor, y era como la segunda parte del libro que relataba Henry. Me contaba de mi vida universitaria, lo que hice en fiestas pasadas, las veces que llegaba tarde, mi manía de quedarme dormida después de una evaluación, mi lucha con los estudios, entre otros detalles, pero por algún motivo, su presencia también me hacía sentir mucha tristeza, así que solía escucharlo en silencio, sin hacer ningún movimiento más que con mis ojos.

Adrian era la visita más inusual que recibía, podía ver su expresión nerviosa aún con mi parálisis. Él tampoco parecía saber qué hacer, por lo que guardaba silencio durante largas horas. En realidad, no me importaba, por algún motivo entre nosotros eso era suficiente. Sabía que no era una persona de muchas palabras, e intuía que la mayor parte de las veces era yo quien llenaba aquellos espacios. Siempre se despedía usando la misma frase: «Recupérate pronto», aunque con el tiempo agregó otras a su repertorio. «Hoy te ves un poco mejor», «Terminé una espada asombrosa ayer», «¿Entiendes lo que te digo?». A veces negaba ante esa última pregunta, y otras, asentía, usando mis pupilas. Veía la satisfacción atravesar su frío rostro cuando la respuesta era afirmativa.

Y finalmente, la visita que más me intrigaba era la que llegaba cuando la noche caía, su horario me parecía llamativo, pues suponía que a esas horas ya no se recibían visitas, no entendía como burlaba la seguridad del hospital, aunque algo en mi interior sugería que no debía sorprenderme. Mi inconsciente solía hablarme de todos mis visitantes, en su caso, me decía que debía odiarlo o al menos enojarme, pero por algún motivo no podía. Su presencia me traía alivio, paz, y la grata sensación de que todo iba a estar bien.

Las primeras veces aguardaba lejos de la camilla, observándome a la distancia. Yo lo analizaba postrada en mi cama, en cualquier otro caso la presencia de un extraño me habría asustado, estando yo en una posición tan indefensa, sin embargo lo que sucedía era todo lo contrario, su presencia me hacía sentir protegida, como si se tratara de un guardián nocturno, que aparecía cuando nadie más podía cuidarme.

Él era tan hermoso, que fácilmente pude haberlo confundido con mi ángel guardián.

Con el tiempo recordé su nombre, Eros. Aunque por algún motivo, mis pensamientos lo pronunciaban con reproche.

Comenzó a acercarse conforme pasaban los días, hasta que finalmente se atrevió a tomar mi mano. Podía ver la tristeza dibujada en cada uno de sus rasgos, así que decidí consolarlo, con un ligero apretón. Ese acto bastó para que sus ojos se abrieran, y acariciara suavemente mi rostro. Cerré los ojos, consintiendo el gesto y disfrutando de su tacto. Sabía que tenía muchas palabras atoradas en su garganta, lo leía en su expresión, pero siempre se iba sin decir nada, dedicándome una ligera sonrisa que me acompañaba en mis sueños.

Hasta el día en que por fin me sacaron las mascarilla y optaron por un respirador nasal, permitiéndome hablar con mayor facilidad.

Entonces pude detenerlo.

Cupido por una vez Donde viven las historias. Descúbrelo ahora