Guerreras de luz y oscuridad

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Una terrible pesadilla despertó a Danielle. La misma de siempre. Ya había perdido la cuenta de las veces con las que ese terrible sueño había perturbado su descanso. En él estaba acompañada de dos chicas. No llegaba a ver sus caras, solo sus cabellos. Una de sus misteriosas compañeras era rubia, mientras que la otra tenía el pelo castaño.

Las tres estaban en un bosque, dentro de un círculo rojo. Todo era oscuridad, hasta que de repente observaban esferas de distintos tonos: verdes, azules y amarillas.

Cuando esas luces se acercaban a ellas, tomaban forma humana. Hombres, mujeres y niños. Las manos de todos ellos brillaban. Algunos creaban bolas de fuego, otros de electricidad, unas de hielo y las lanzaban contra ellas.

Las tres hacían cuanto estaba en sus manos por defenderse, hasta magia, pero acababan pereciendo. Y eso no era lo peor del sueño; sino lo que venía después. Esa misteriosa gente dotada con magia condenaba a la humanidad, matando a algunos, mientras que a otros los transformaban en una especie de zombis que utilizaban para su diversión.

La muchacha miró el reloj. Las seis de la mañana. La misma hora en la que se había despertado en las otras ocasiones.

Sabiendo que sería incapaz de conciliar el sueño, se puso en pie y se dirigió al baño. Allí se lanzó un largo vistazo. Estaba ojerosa y pálida. La falta de sueño le provocaba ojeras y eso hacía que sus ojos, de un claro tono miel, parecieran aún más grandes. Hacía poco que se había cortado su larga melena castaña. Ahora lucía un corte de pelo más informal, muy escalado, que caía en varias capas hasta los hombros.

Intentando espabilarse fue directa a la ducha. Al instante el agua caliente se deslizaba por su espalda y logró que sus agarrotados músculos se relajaran. Minutos más tarde bajó al piso inferior y se dirigió a la cocina. Como esperaba, sus padres ya se habían marchado. Su madre trabajaba como enfermera en el hospital, por lo que sus turnos solían variar en ocasiones. Y su padre era un ejecutivo muy importante y por lo tanto, muy ocupado.

Ya estaba acostumbraba. Al principio fue difícil, pero ahora tenía diecisiete años y adoraba la libertad de la que gozaba. Mientras se preparaba un gran tazón de cereales, llamó a su mejor amiga, Annie, quien le había escrito un mensaje a altas horas de la madrugada ofreciéndole una gran sorpresa.

—Espero que de verdad tengas que contarme algo realmente bueno y no que te has reconciliado con Brandon.

—¡Ya paso de él! —respondió Annie con alegría en su voz, aunque Danielle no la creyó. Era al menos la cuarta vez que decía eso y siempre acababa en los brazos del egocéntrico capitán del equipo de futbol—. ¿Adivina? —preguntó, aunque no le dio tiempo a responder—. Mi madre me deja el coche toda la semana. A cambio tengo que hacer de canguro de mí hermana el fin de semana, pero da igual. ¡Danielle!, tengo el coche toda la semana.

Danielle se vio invadida por la felicidad de su amiga. Es más, en ese instante, cuando llamaron a la puerta, abrió sin dudarlo. Por un momento pensó que se encontraría a Annie en la entrada, sorprendiéndola con el vehículo, pero solo vio a dos chicas e inevitablemente, debido al color de sus cabellos, las relacionó con su sueño.

—Te llamo más tarde —añadió sin permitir que siguiera replicando—. ¿Os puedo ayudar en algo? —inquirió con el ceño fruncido, contemplando como las desconocidas la miraban. Sabían lo que estaban viendo. Inevitablemente encontraba ciertas similitudes con esas chicas. Las tres compartían la tez blanca, tono de ojos e incluso sus rasgos se parecían. Poseían rostros ovalados, labios carnosos y una pequeña nariz respingona donde asomaban algunas pecas rosadas.

La rubia parecía ser la mayor. El cabello le caía liso hasta la espalda; era esbelta, delgada y vestía vaqueros negros y camisa de tirantas. La del pelo castaño parecía algo menor; su cabello estaba lleno de ondas y lo llevaba de manera informal. Tenía los ojos muy pintados y su pintalabios era bastante oscuro. Lucía unos vaqueros cortos, medias de redecillas y una camisa de tirantas.

Una punzada de envidia sana martilleo el corazón de Danielle. Aquellas chicas demostraban total libertad su forma de vestir y estilo, mientras que ella no tenía más remedio que llevar el uniforme del centro compuesto por falda color marino que caía unos centímetros por encima de las rodillas, chaqueta blanca y camisa también marina con una fina corbata blanca.

Ninguna de las desconocidas habló. La rubia fue la primera en actuar. Sus uñas comenzaron a brillar, tiñéndose de un intenso blanco y el frío comenzó a dominar el entorno. En cuanto Danielle reaccionó, las uñas de la joven se habían transformados en afiladas garras y se lanzó a por ella.

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