Miller me agarró del brazo con suavidad.

–      Ven, vamos a sentarnos. Quiero que hablemos.

Me solté bruscamente.

–      Estoy segura de que podemos hablarlo mañana en la oficina – dije sin mirarle.

–      No. No me gustaría que la gente murmurase acerca de usted. Ya sabe, no quiero extender rumores falsos.

–      Por el amor de Dios, Miller – fue la primera vez que utilicé su apellido a secas, sin antecedentes ni precedentes –. Soy su secretaria, llevamos años trabajando juntos, nadie se va a escandalizar si me ven hablando con usted. ¡Váyase! Mañana me contará lo que sea.

Había querido ser desagradable, pero me había salido un tono más maternal de lo previsto.

Mientras tanto, él ya se había sentado en mi pequeño sofá.

Y esperaba que me sentase a su lado.

Yo comenzaba a sospechar que el asunto que le había traído hasta mi casa no era otro que el del famoso examen oral de francés de su hija.

–      Por favor, señorita Praxton. Sólo serán unos minutos y me marcharé – insistió él sin elevar su tono de voz.

La voz de John Miller, a pesar de ser directa y autoritaria, nunca se elevaba.

Jamás le había oído gritar – a excepción de mi nombre el día que me negué a darle clases a su hija –. Ni dirigirle una mala palabra a nadie.

El señor Miller tenía el don de hacer saber cuándo no estaba conforme con solo una mirada. Y lo cierto es que se hacía entender con mucha eficacia.

Entonces me dirigió una de aquellas miradas.

Y yo tomé asiento a su lado.

–      ¿Por qué no me había hablado del problema de su hermana? Es más, ni siquiera yo sabía que tenía usted una hermana – comenzó él.

Enarqué una ceja.

–      Nunca me preguntó – contesté asépticamente.

Curiosamente, el señor Miller no fue capaz de sostener mi mirada en aquel instante. Le vi observar mi pequeña televisión – que sería de las pocas que quedaban en el país que utilizase rayos catódicos para funcionar –.

–      Que yo sepa le pago suficiente dinero como para que pueda usted vivir mejor – dijo él después.

Aquello terminó por indignarme.

–      Yo decido en qué gasto el dinero que me paga. Y le puedo asegurar que todas mis necesidades están cubiertas, de sobra.  – al ver su mirada amenazante, añadí cautelosamente –. No tiene usted por qué preocuparse, John.

Y de pronto me dedicó una sonrisa de medio lado.

Y yo resoplé.

Me agotaba tratar con él durante tanto tiempo seguido.  Normalmente me pedía cosas y yo las hacía. No charlábamos nunca. O al menos no de manera habitual.

Y si lo hacíamos, nos limitábamos a comentar cosas superficiales e intranscendentes como el tiempo, el frío, la comida del restaurante del edificio y poco más.

–      ¿Y su hermana está bien? Me ha sorprendido mucho el llegar y verla, Sarah. De veras, no sabe cuánto siento no haberle preguntado antes.

Le volví a mirar con un despunte de indignación en mis pupilas. Mi hermana era mi responsabilidad y formaba parte de mi vida personal y privada. Una vida en la que mi jefe no tenía ni iba a tener ninguna cabida.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora