Aquella era una buena manera de calibrar su estado de ánimo. Normalmente, yo solía darle las noticias menos buenas cuando veía el azul claro y balsámico en sus ojos. De lo contrario solía apartarme hasta que el turquesa intenso hubiese desaparecido.

–      Verá, Sarah, estoy muy contento con su trabajo – comenzó él.

Su tono de voz jamás se elevaba más de lo necesario.

Contuve el aliento. No me gustaron aquellas palabras, no anunciaban la petición de un nuevo informe, ni una nueva presentación de diapositivas, ni un cambio en su agenda.

Esperé, tensa.

–      He leído su currículum a lo largo de esta semana – continuó él.

No fui capaz de mirarle a los ojos. Cuando John Miller centraba su atención en alguien, quemaba. Y me estaba quemando en aquel instante.

Sentí mis piernas temblorosas, pero me esforcé por mantener la compostura.

Casi había olvidado que tenía que pedirle tres días libres, pues tal y como hablaba, daba la sensación de que en cualquier momento iba a “prescindir de mis servicios”.

Aunque aquello no me resultaba creíble: yo era su mejor asistente. Él lo sabía.

–      Es usted toda una autoridad en filología francesa, al parecer – dijo John Miller de pronto.

Y entonces me atreví a mirarle. Mi jefe me sonreía tímidamente. Jamás había visto semejante expresión en su cara. Daba la sensación de que acababa de meterse en un buen lío y trataba de evadir una regañina con su sonrisa más encantadora.

Me estaba desorientando por momentos.

Miré a mi alrededor, esperando que las cortinas o los muebles pudieran explicarme cuál era el extraño propósito de aquella frase. Y sobre todo de aquella sonrisa.

–      Le escucho – respondí en un susurro.

Él relajó el gesto.

Yo respiré, alterada.

–      ¿Tiene usted alguna experiencia en el ámbito docente?

Era una pregunta sencilla. Pero intuí alguna clase de trampa en ella.

–      Sólo daba clases particulares mientras estudiaba en la universidad… Para ahorrar algo de dinero para mis gastos… Ya sabe, lo típico – dije, tratando de sonar lo más neutral posible.

John asintió, sin decir nada. Durante unos minutos se mantuvo aquel silencio incómodo entre nosotros.

No osé interrumpirlo.

–      ¿Necesita usted algo? La veo nerviosa – preguntó después.

Fruncí el entrecejo. Creía que quien necesitaba algo era él. Sin embargo, pensé, que tal vez era el mejor momento para pedirle aquellos días libres.

–      En realidad, me preguntaba si usted podría dejarme tres días libres de la semana que viene. Descontándomelos de las vacaciones, por supuesto… – me apresuré a añadir.

A pesar de mi forzada expresión de serenidad, estaba segura de que mi espalda estaba empapada de sudor frío.

–      Sí, claro. Cuando usted quiera. No tiene ni que pedírmelo, Sarah – dijo él sin apenas mirarme.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Where stories live. Discover now