Poco a poco la casa de Ginger y Sebastian en el barrio de Chelsea se fue transformando; de ser moderna, minimalista y elegante pasó a convertirse en un búnker para bebés. Ginger era demasiado quisquillosa con la seguridad y había mandado a poner tapones anti-niños a todos los contactos eléctricos a nivel de piso; las puertas ahora tenían dispositivos para evitar que se azotaran y dejaran sin dedos a su bebé; los cajones de la alacena tenían seguros que ni Sebastian podía abrir, por lo cual los odiaba, y las esquinas de las mesas estaban enfundadas en protectores de goma redondeada para evitar que el bebé se pegara y se sacara un ojo. Las cosas de cristal y cualquier objeto peligroso estaban lejos del alcance infantil o bajo llave para los próximos 10 años por lo menos.

Sebastian era de la idea de que los niños debían tener uno que otro accidente o sacarse sangre y algún moretón para que se acostumbraran a los golpes de la vida y como consideraba que Ginger exageraba, se dedicó a comprar juguetes, sin embargo, meses después se dio cuenta de que la situación se le había salido de las manos pues cada noche llegaba con algún juguetito nuevo y ahora había animales de peluche, sonajas, pequeños instrumentos musicales y toda clase de objetos tiernos por cada rincón de la casa, la mayoría era de cualquier otro color que no fuera exclusivamente rosa o azul porque habían decidido que mantendrían el suspenso del sexo hasta que naciera, para lo cual tenían una fecha específica programada y la fantasía compartida de que cuando el día llegara, se darían una ducha, desayunarían, se alistarían y saldrían tranquilamente rumbo al hospital para tener un parto rápido y sin dolor que les permitiera recibir a su bebé con una sonrisa, como en los comerciales.

Los aullidos de Ginger lo devolvieron de golpe a la realidad, y la realidad era que el bebé se estaba adelantando tres días antes de lo programado y por las prisas no se habían bañado, ni desayunado, ni salido tranquilamente y habían dejado la casa echa un desastre sin pies ni cabeza.

El teléfono de Sebastian no dejaba de vibrar y sonar a los pies de Ginger y la mezcla de sonidos estaba desafiando poderosamente su cordura mientras conducía.

Cuando llegaron al hospital, Sebastian se estacionó mal, muy mal, pero le importó lo mismo que una hectárea de cacahuates, su esposa estaba a punto de parir en el auto y no había tiempo que perder. Se apeó rápidamente y ayudó a Ginger a bajar pues apenas era capaz de abrir su propia puerta y no podía parar de sostener su vientre con las manos como si se le fuera a caer.

—Espera aquí, mi amor —le dijo Sebastian mientras la recargaba a un costado del cofre del auto y recuperaba a toda prisa su celular y sacaba una enorme maleta llena de cosas que el hospital les había pedido y que él solo había arrojado cual costal de papas en la parte trasera cuando salieron corriendo de casa.

Se colgó al hombro la correa de la pesada maleta mientras que en una mano vibraba su teléfono y con la otra ayudaba a Ginger a caminar.

—Ya... no... puedo... sigue sin mí, voy a parir aquí mismo —gimió Ginger, soltándose de Sebastian a mitad del estacionamiento.

Sebastian dejó escapar un resoplido y regresó sobre sus pasos apresurados, envolviendo la espalda de Ginger con el brazo libre para apurarla a la entrada.

—Vamos, Gin, ¿cómo voy a seguir sin ti? Tú eres la que necesita entrar a pujar—le dijo, temiendo que ella estuviera teniendo alucinaciones por el dolor.

Ella no dejaba de quejarse a cada paso, Sebastian estaba cada vez más aterrado y a nada de que también le diera algo hasta que vio que en la entrada había sillas de ruedas. Le pidió a Ginger que esperara, quien a esas alturas probablemente ya no resistiera mucho más y salió corriendo como un demonio desesperado hacia las sillas, llevando una hasta Ginger tan rápido como pudo. La ayudó a sentarse y se colocó detrás, empujándola tan fuerte y rápido que la cabeza de ella se meneaba de un lado a otro mientras gemía.

Nada especialOù les histoires vivent. Découvrez maintenant