Prólogo

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—¡Conduce más rápido, carajo!

Gritó histérica Ginger a su esposo con todas sus fuerzas, logrando alterarlo aún más.

—¡Cielo, voy lo más rápido que puedo, tranquilízate! —respondió gritando también, esquivando un auto de manera tan veloz y temeraria que se alzaron un sinfín de protestas con cláxones.

— ¡¿Que me tranquilice?! ¿Que me...? ¡Aaah! —una fuerte contracción la azotó como un ramalazo de intenso dolor y echó la cabeza atrás, crispando su rostro en una mueca mientras se apretaba su redondo abdomen, tan grande que sentía que en cualquier momento iba a explotar— ¡Tu engendro va a matarme! ¡Tú me hiciste esto!

Sebastian estaba increíblemente tenso, los nervios se lo devoraban vivo y lo tenían con el pecho casi encima del volante y los dedos crispados mientras golpeaba el claxon a diestra y siniestra cada vez que se topaba con conductores que según él iban demasiado lentos.

Había apagado la radio para poder pensar mejor mientras daba vueltas cerradas o tomaba atajos hacia el hospital, y quería hacer lo mismo con los gritos de su esposa, apagarlos, pero con ello no había nada que pudiera hacer. Casi era capaz de sentir su dolor como propio, así que se dijo que tenía que ser más empático y aceptar de buena manera sus alaridos histéricos.

—Gin, tendrás que llamar a tu madre y decirle que se nos adelantó y vamos en camino —dijo Sebastian con la voz contenida por la desesperación mientras levantaba una cadera para sacarse el móvil y conducía con la mano libre.

Ginger apenas podía pensar en otra cosa que no fuera su dolor y el miedo que este le provocaba, mucho menos podía manejar el aparato, pero Sebastian se había asegurado de que el contacto de su suegra fuera el primero en la agenda en caso de una emergencia como esa.

Ginger se pegó el teléfono a la oreja mientras hacía exageradas respiraciones con la boca que sonaban como «iiiih, oooh, iiih, oooh», tan fuertes que su vientre subía y bajaba descontrolado.

—¡Hola Sebastian! ¿Cómo estás? —respondió la voz animada de Loren Vanderbilt.

—Mamá... mamá voy a... ¡Aaay!

El teléfono cayó de las manos de Ginger hasta el suelo desde donde se podía escuchar la voz ahora alterada de su madre preguntando a gritos qué diablos estaba pasando.

Sebastian soltó una maldición y sostuvo la mano de Ginger, apretándola alentadoramente.

—Creo que no voy a lograrlo... —jadeó ella, agotada y con el sudor brotando en su frente. La piel de su pálido rostro se había puesto casi tan roja como su cabello y a Sebastian se le hizo un nudo en la garganta por verla sufrir de esa manera.

—Claro que lo lograrás, Gin, ya casi llegamos —le dijo él dulcemente, tratando de animarse también a sí mismo aunque estaba a nada de un colapso nervioso.

Soltó su mano para apretar el volante con las dos y se decidió a poner su máximo esfuerzo y concentración en el camino mientras los gritos de Ginger lo hacían jurarse que nunca en su vida volvería a dar nada por sentado.

Desde que se enteraron de que Ginger estaba embarazada, nada los había ilusionado tanto como la perspectiva de convertirse en padres y a pesar de que se pasaron semanas desbordando felicidad, también querían que las cosas salieran bien y sin contratiempos, pues eran conscientes de que ser padres primerizos era una nueva aventura que no debía ser fácil y deseaban estar preparados para enfrentar cualquier cosa.

Por esa razón, transcurrieron 8 meses dedicando su tiempo después del trabajo a organizarse e investigar todo lo que pudieran; pasaban horas dentro de tiendas para bebés mareando a las vendedoras para escoger entre las cientos de opciones de cunas, chupetes, carriolas, asientos para el auto, juguetes y ropita. Sin embargo, la mejor ayuda y consejos que pudieron recibir se las dio Roselyn Gellar, la cuñada de Sebastian quien tenía un niño de dos años con Gerald, su hermano mayor.

Nada especialWhere stories live. Discover now