Prólogo: Celda 11567B

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La prisión era, a falta de una palabra mejor, monótona. Priktjar había escuchado desde su más tierna infancia que el encarcelamiento era un horror, en especial para los débiles. Por una lógica matemática, eso debería significar que la prisión de Delta 9, la más grande de las galaxias cercanas, ocultaría en su interior los mayores horrores. Sin embargo, lo único que había hallado en sus dos años estelares enjaulada, había sido el tedio. Sí, había peleas de bandas, de vez en cuando algún asesinato, pero ella no formaba parte de las diversiones entre prisioneros, nunca se había unido a una tripulación de piratas espaciales, unión contra razas inferiores o anarquistas de la galaxia y su trabajo en la biblioteca le mantenía alejada de la violencia. Tampoco había sufrido violaciones o insinuaciones. Había especies mucho más débiles, delicadas y atractivas que los Barrock. E incluso dentro de su propia raza, ella nunca había destacado por su belleza. Cada día se levantaba puntual veinte minutos antes de que las celdas se abriese. Se vestía y se marchaba en fila hacia el comedor. Después del desayuno se dirigía a la biblioteca. Encargaba libros, supervisaba exámenes, hacía cuentas. Después de comer le llegaban los volúmenes de illegales que pasaba a los contrabandistas de alto rango. Seguía con sus tareas y se aseguraba que nadie intentara reproducirse entre las estanterías de la biblioteca, que era uno de los pocos centros dónde machos y hembras se reunían. Tras la cena, repartía y recogía libros de las celdas. Había sido encarcelada por fraude fiscal, gran estafa y malversación de fondos y ahora llevaba la contabilidad de varios de los prisioneros. Por eso sabía lo que pronto sucedería, tanto en el pabellón masculino como en el femenino de la prisión Delta 9. Por eso, aunque estaba acostumbrada al silencio rutinario de las celdas, hoy no podía estarse quieta. La monotonía estaba a punto de romperse.

Era de noche, aunque en aquel planeta en el que nunca oscurecía aquello no marcara una gran diferencia. Su compañera de celda, una humana pequeña de largos cabellos naranjas leía tranquilamente la novela que le había traído, ignorante de lo que iba a suceder. Era nueva, llevaba apenas seis meses allí encerrada, por múltiple asesinato, robo, trafico y otros muchos crímenes según se rumoreaba. Priktjar no se lo acababa de creer. Los humanos en general eran débiles, con pieles fácilmente quebradizas. Aquella chica era aún peor. No solo era pequeña, y de piel dorada y suave, ¡le faltaba un brazo! Alguien así no dañaría ni al más diminuto de los insectos.
La humana leía tumbada tranquilamente, con el libro apoyado sobre la cama. En los últimos meses no se habían dicho más que unas pocas palabras al día, en parte porque no compartían idioma, en parte porque no se llevaban especialmente bien. Además, la humana tenía uno de esos nombres que le resultaban impronunciables. A pesar de lo cual, Priktjar casi sentía pena por la chica. Cuando el caos estallase, estaba segura de que tanto los guardias como los prisioneros masculinos se abalanzarían sobre una presa tan fácil. Caminó de un lado al otro, impaciente. Se ajustó las gafas redondas sobre su morro alargado y tomó una decisión. Aunque esa especie no le caía demasiado bien, decidió que ayudaría a su compañera. Se detuvo un momento y le habló en babel, el lenguaje universal entre navegantes:

—Cuando la gente comience a correr por los pasillos, no salgas de la habitación. Cerraré la celda detrás de mí para que estés a salvo.

La humana levantó la vista de su lectura para dedicarle una mirada perpleja. No obstante, no pronunció palabra. Los engranajes del reloj dorado del sector B, en el que se hallaban, se movieron para marcar las doce en punto. Las campanas sonaron suaves y melodiosas, no queriendo despertar a los presos o trabajadores que tomaban su descanso. En media hora llegaría el cambio de guardia, en veinte minutos, comenzaría el estruendo. 

Priktjar se obligó a sentarse en la silla y relajarse. No podía agotar sus fuerzas dando vueltas en su celda con nerviosismo. Contempló las hojas llenas de cuentas, sumas y anotaciones que habían quedado repartidas sobre su escritorio y decidió acabar una, solo para distraerse. Tardó muy poco, y ya estaba a punto de continuar con la siguiente, cuando un ruido la levantó. Corrió hacia los barrotes y miró. Nada. Seguían cerrados, aunque no era la única que se había acercado para comprobarlo. Al parecer, varias criaturas mas de aquel sector eran conscientes de los planes de La Orden 37. Escuchó unas maldiciones por lo bajo y, guiada por el sonido, encontró a uno de los encargados del servicio en el centro de la planta principal, tres pisos mas abajo. Desde dónde estaba, tenía una vista bastante clara del patio, lo suficiente para comprobar que el ruido súbito había procedido del carro metalizado de la limpieza, cuando este cayó al suelo. Irritada, volvió a moverse por la habitación, se detuvo solo para meter su libro de cuentas en la pequeña bolsa preparada, y continuó con sus círculos.

El planeta de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora