1. BRÚJULA

27 8 3
                                    

A veces me quedo sola sin estarlo. Es como cuando empiezas a montar un puzzle y te aislas de todo lo que te rodea. Recurrimos a este trance cuando nos aburrimos o cuando necesitamos pensar o recordar algo.

Soy como un reloj al que se le están agotando las pilas, o como una brújula que se estropea; voy sin rumbo alguno, confiando en el instinto.
Movida por esta sensación y aún mareada y confundida por el golpe, llegué a un pequeño barrio, descuidado y aparentemente despoblado.

¿Qué podría interesarme de un lugar como ese?

-Hola bonita, ¿que trae a una dama por este antro de mala muerte?–interrumpió mis pensamientos un chico moreno de, aproximadamente, quince años, mi edad.
Tenía cortes en la cara y se podían entrever algunas quemaduras bajo las mangas de la camisa.
–Me he desviado del camino, iba a...–le respondí torpemente, intentando dar una respuesta que ni yo misma conocía.

–Sí que estás perdida...- dijo con una risa fingida.
Inmediatamente cambió la expresión divertida de su rostro y me miró con compasión–. Te aconsejo que te vayas de aquí lo antes posible, no todos son tan buena gente como yo–dijo tornando el gesto en una sonrisa traviesa.

Me quedé observándolo por unos segundos de arriba abajo. Desconfiaba de él, de sus ardientes ojos verdes y de su inquietante sonrisa perfecta. Pero, tras dar una vuelta con la mirada por los alrededores... no dudé ni un segundo de lo que acababa de decirme.
Él vestía bastante bien, moderno. Camisa holgada blanca, mal sometida en unos pantalones negros de cintura alta.
Un chico así no cuadraba en ese lugar.

El pueblo era muy peculiar, con casas medio en ruinas, con caminos estrechos que conducían al bosque y con calles pobremente iluminadas debido a los semejantes árboles que rodeaban las viviendas. Aquel lugar me era molestamente familiar. No había nadie en toda la manzana a parte de aquel chico y tampoco había ningún tipo de trasporte estacionado en las plazas de aparcamiento.

Entonces se escuchó una explosión muy cerca de donde nos encontrábamos. Nos quedamos quietos, sin movernos lo más mínimo y en silencio esperando algún rastro de presencia humana.
Al cabo de unos segundos él rompió el silencio. Respiré hondo intentando aplacar el sobresalto con el aire del cargado ambiente. Asfixiante.

–Tranquila, escúchame–me agarró por los hombros–. Solo debes seguir ese camino. ¿Entendido?–señaló el largo sendero–.¡Por favor, confía en mí! ¡Date prisa!

Los nervios me paralizaban, todo cambió en un momento, la situación me sobrepasaba. Más cerca de donde nos encontrábamos se volvió a escuchar el mismo sonido ensordecedor.

–Pronto nos volveremos a ver, Iria. Soy Sam, recuérdalo... Recuérdame–se despidió con una sonrisa un tanto nostálgica y se apresuró cara la dirección de la cuál provenía el estallido–¡Adiós, milady!–gritó mientras se alejaba y sin darse la vuelta.

Yo, sin pensarlo demasiado, me dirigí a ese sospechoso y estrecho camino.
En qué estaba pensado...

¿Cómo sabría él mi nombre si ni yo misma lo recordaba? ¿Por qué confiaba yo tanto en ese desconocido?

Sam, Sam, Sam, Sam... Su nombre resonaba una y otra vez en mi cabeza. Impulsivamente,
saqué de mi mochila un bolígrafo azul (del cuál no recordaba su procedencia pero por algún extraño motivo sabía que estaba ahí), y escribí su nombre en la palma de la mano. Ese nombre era un pasaporte hacia el umbral del dolor.

Yo aún no lo sabía.

Recuerdos De Fuego ©  [#AristaAwards2018] Where stories live. Discover now