Huitième acte

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Era adicta a contar todo. Calculaba que en 5 pasos avanzaba 2 metros y generaba ecuaciones para usarlas en caso de emergencia. Contaba los pasos y las veces que pestañeaba, estaba obsesionada con cuidar la equivalencia de los múltiplos de 3 en su vida.

Aude contó cuidadosamente "treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve..." antes de finalizar el cepillado de sus dientes. Otros quince cepillazos a su corto cabello y tres pasadas de brillo labial.

Cuando Sylvain estaba sobre ella, jadeando como un cerdo sudoroso, Aude contaba. Pronto descubrió que siempre terminaba en un múltiplo de tres y la superstición de que el fin de sus martirios se asociaba a esos números la perseguía hasta el presente.

—Estás muy loca ¿Lo sabías?—Matisse estalló en carcajadas la primera vez que la vio rehusarse a tomar el autobús número 7 por esperar el 12, aunque debiera caminar luego cuatro calles más hasta su casa.

Él la esperaba dentro del museo y aunque ya se sabían de memoria la historia del doctor Flaubert y sus descendientes, no dejaban de acudir a sus citas mínimas. Aude se dio cuenta de que él había cambiado, lucía más limpio y arreglado y eso la hacía enrojecer de vergüenza. Matisse había cambiado para ella. Ahora ya no hablaba de los robos o los traficantes de drogas que veía, sino de cosas mucho más importantes. Hablaba de sacarla de aquella casa, de alejarla de Sylvain.

Aude continuaba llevándole los libros que sacaba de la biblioteca pública y enseñándole sobre ciencia e historia. De reojo notaba que a pesar de ser flaco como un palillo parecía poseer una fuerza fuera de lo común y tenía esa valentía que solo se adquiere después de años de vivir en las calles. Percibía que algo también estaba cambiando dentro de ella. Que era distinta con Matisse. Nerviosa, como la primera vez que se encontró con él en el museo, cuando no sabía lo que iba a hacer. Él la miraba como no la había mirado nadie más.

Aude no sabía donde vivía. En los meses que llevaban encontrándose decía que solía vivir en un edificio abandonado de las afueras. O a veces, que había llegado desde El Havre caminando, pero hasta ella sabía que eso era mentira. Tenía los ojos siempre cansados y a veces olía como si hiciera días que no se bañaba o se quedaba dormido en el banco de madera del museo mientras ella le leía. Pero hasta en esas circunstancias Matisse no le soltó la mano. Ni una sola vez. Se sentía a salvo cuando estaba con él, como si fuera a protegerla, aunque sabía que tarde o temprano tendría que volver a casa, a la casa de Sylvain. Y la hora llegaba siempre demasiado pronto, porque Matisse decía que no podían arriesgarse a que su padrastro volviera a casa de trabajar antes que ella. No podían correr el riesgo de que se enterara de sus encuentros.

Porque entonces se enfadará, decía. Se enfadará de verdad.

Y Aude se preguntaba qué haría en ese caso.

—¿Draxler es tu novio?

La voz de Aurélien la sobresalta. Estaba pensando en Matisse y en aquella mirada suya, tan complicada, una mirada que le gustaba porque no sabía por qué sus ojos parecían tan marrones en su recuerdo, y también más cálidos, como la salsa de chocolate que se vertía encima del cappuccino con crema montada. Y es que en realidad pensaba en los ojos de Julian: que eran tórridos y dulces como el chocolate caliente, intensos y deliciosos.

—Aude —Aurélien insiste—, ¿me estás escuchando?

—Claro que no ¿de dónde sacaste eso?

—Los vi besándose anoche—Aude sintió que las manos se le humedecían y él agregó—Fue asqueroso.

—No deberías espiarme.

Aurélien escondió el rostro y su respuesta desagradable tras la puerta del refrigerador. Antes de que le diera tiempo a contestar suena el teléfono. Aude mira la pantalla y se le arruga el ceño.

Une fille comme toi || Julian DraxlerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora