4: Accidente

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Al poco rato de estar debajo del sofá, el niño dejó un maíz frente a mí para tentarme a salir. Lamentablemente tenía hambre, pero no me iba a rendir, no aún.

Rambo vino a olfatearme, quería alcanzarme con el hocico así que le mordí la nariz. El pulgoso salió disparado aullando de dolor.

—¡Qué cobarde eres, Rambo! —gritó el niño y se fue detrás de él.

El silencio invadió. Me quedé dormido unos minutos quizá, no sabía.

Pude ver al perro durmiendo en una esquina de la sala. El maíz estaba intacto afuera del sofá y parecía que ya estaba atardeciendo. Al fin me sentí feliz. Salí y di un vistazo, todo estaba demasiado quieto.

—¡Ajá! —escuché. Un trapo me iba a caer encima. Entré disparado a mi escondite—. Te tengo... ¡Ay! —El niño se decepcionó al ver que había atrapado al maíz y no a mí—. ¡Te atraparé, Paco! —anunció en grito de venganza.

***

Vi a mis padres volando, quise seguirlos feliz de haberlos visto surcar los cielos. Extendí las alas y me lancé pero algo me detuvo. Me di la vuelta para descubrir que una de mis patas estaba atada al sofá. Mis padres se alejaban y empecé a llamarlos, desesperado.

—¡Papá, mamá! —Rambo apareció a mi lado.

—Aquí estabas, enano. —Abrió las fauces y me atrapó.

—¡Crrrrrrriiiiiiiiii! —chillé.

Había sido un sueño, me acurruqué hasta calmarme. Estaba oscuro, los humanos habían decidido dormirse y dejarme ahí a que me pasara lo que fuera, según ellos ya mañana me sacarían.

—Bien, es ahora... u otro día...

Salí. No podía ver con claridad por ser un ave diurna. Me guié por la tenue luz de la ventana y trepé hasta ahí. Observé el exterior. Oscuridad plena.

Una sombra brincó a mi lado, espantándome. Sus ojos brillaron, reflejando la luz de la luna. Era la gata, se acercó más a mí y ambos quedamos iluminados.

—¿Qué haces? —preguntó mientras se acercaba.

—Me voy —anuncié. Ella ronroneó.

—¿A esta hora? ¡Ja! Morirás.

—Quiero irme, ¡quiero ir a casa! —sollocé.

La gata acercó peligrosamente su hocico hacia mí.

—Olvídate de eso —amenazó—, ahora esta es tu casa. Tu selva está muy lejos de aquí —agregó mientras veía por la ventana—, jamás la vas a encontrar.

Me encogí por la tristeza.

—Yo podré llegar, lo sé...

—Pues, si tanto quieres... escapa de día, no ahora. —Me miró—. Tengo conocidos afuera y no van a tener piedad contigo si te ven. —Se empezó a alejar—. Además te faltan plumas en las alas. Piénsalo bien. —Me miró de reojo y su ojo volvió a brillar, reflejando la luz.

Era injusto que yo no pudiera ver en la noche y ella sí. Me quedé ahí triste. Era verdad, no podría escapar ahora.

Así que me quedé... por un tiempo...

***

—¡Y Paco toma la delantera! —gritó el niño.

Iba en mi súper auto de carreras a control remoto 3000, el señor oso estaba por alcanzarme en su camión. Rambo apareció a reclamar a su nueva víctima de las carreras y se lo llevó de encuentro.

En ese momento, una humana enorme y gorda irrumpió en la pista de carreras y me choqué contra ella.

—¡Ay, un pájaro! ¡Qué mono! —chilló. «No soy un mono, humana gorda. Soy un loro»—. ¡Aaaaaaayyy! —Me recogió como a cosa y me empezó a apachurrar.

—Tía, deje a Paco. ¡Él es un macho! —reclamó mi dueño.

—Pero qué hermosa ave, ¿habla? A ver di: hola, hola, hola.

—Señora, aquí la única lora es usted —le dije. Pero claro, no me entendió.

Lo único que ellos escuchaban de mí, eran ruidos como: criii, fiu, cruak y grrrr. Sabía silbar, eso los volvía locos, con eso se contentaban por un rato. Era su circo andante emplumado.

Fiiiuuu.

—¡Ay, silbó! —chilló la loca. Me acercó a su boca.

—Espera, ¡¿qué?! —Me apretujó y me babeó—. Aaajjj, suéltame. —Empecé a apartarla con mis patas pero estaba demás—. ¡Piedad, no me comas!

Me dejó sobre mi jaula, que ahora estaba situada al lado de la ventana. Suspiré aliviado. «Pero qué rayos les pasa, ¡no me hace nada bien que intenten darme una probada para ver si sería rico comerme!»

—Hey —me llamó una vocecilla.

Era Pikio. Un tordo que se había hecho mi amigo, se posaba afuera para verme a través del cristal.

—Hola Pikio.

—No han dejado migajas de pan en el jardín hoy —se quejó.

—Tienen visitas.

—Sí, ya vi. La humana se encariñó contigo.

—¡Qué asco! ¿Cómo que se encariñó conmigo?

—A los humanos les gusta darse probadas para demostrarse cariño.

—Buaj...

Los humanos se habían reunido en la sala y estaban con su caja de imágenes prendida, escuchando horripilantes alaridos de otros humanos. Se pusieron a imitarlos.

—Buaj, ¿qué les pasa, están agonizando? —pregunté.

—Están cantando —contestó el tordo—, así como nosotros cantamos en las mañanas y en las tardes.

—¡Oigan callen, por piedad! —les pedí. Voltearon a verme y se rieron.

—Él quiere cantar también —dijo uno.

—No quiero cantar, quiero que se callen. —Volvieron a reír. «Ay, siempre olvido que ellos no me entienden».

Al rato se pusieron de pie y empezaron a moverse raro. Algo de esperanza brilló en mí.

—¿Ahora sí están agonizando? —pregunté. Pikio se rió.

—No, están danzando. —Resoplé—. Oye, ya me voy —dijo. Volteé a mirarlo.

—Trataré de darles señas a estos incivilizados para que te dejen migas de pan. —El tordo puso cara de espanto.

—¡Cuidado!

Me giré. Lo único que pude ver fue a la gorda deslizándose hacia mi jaula. Se estrelló contra ésta, llevándome de encuentro. Me sentí de caída. Impacté contra el suelo, seguido de un estruendo, un dolor punzante, y miles de trozos del cristal saliendo disparados.

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