—¡No! —exclamé.

—¡Sí! —corrigió Fran.

—De acuerdo, puede ser que inconscientemente quiera que conozcas a tu hija, pero también necesito un dios que me preste una túnica griega para el aniversario de la carrera —expliqué—. ¿Puedes?

—Me invocaste por una niña y un vestido —acusó.

Lo pensé por un momento.

—Es un modo de verlo —admití.

Apolo bufó.

—Creo que le estas pidiendo ayuda al dios equivocado, ¿por qué no hablas con el neonato con alitas? —cuestionó.

Desvié la mirada, al tiempo que Jane subía la música en la habitación continua.  Era evidente que no quería escuchar nuestras voces, aunque me hacía un favor al mantenerse al margen.

—Hace días que no lo veo —declaré.  Omití la parte donde decía que me daba demasiada vergüenza pedirle un vestido de griega a él.

Fran se levantó de la cama y enfrentó a su padre.

—¡Vamos! No te cuesta nada, de seguro hay muchas túnicas olvidadas en el Olimpo, solo trae una y es suficiente —exigió—.  No suena muy difícil.

Vi el rostro de Apolo retroceder ante la potente mirada de mi amiga. ¿Quién lo diría? Realmente parecía un padre enfrentándose a la ira de su hija abandonada.

—Insisto, no soy el dios adecuado —argumentó—.  Artemisa, ven aquí.

Al instante, una nueva figura se materializó en mi cuarto.  Era una mujer tan hermosa que me dejó sin aliento, su largo cabello descendía por su espalda, enmarcando sus finos rasgos, y unos hipnóticos ojos claros, los cuales miraban con tanta severidad, que me sentí pequeña e indefensa.

Y lo mejor es que vestía una túnica antigua.

—¿Por qué me has llamado a esta caja de cemento con dos insignificantes mortales? —preguntó con desdén.

—Hermana, te presento a la humana que me entregó una de las flechas de Eros —explicó Apolo.

Artemisa me escudriñó con la mirada, empleó el mismo detenimiento con el que se analiza a un extraño insecto.   Luego, sus ojos vagaron por la habitación.  Era evidente el gran desagrado que le causaba estar aquí.

—¿Y la otra? —preguntó.

—Una de mis hijas —explicó su hermano.

—Ya lo había notado.

Si alguna vez pensé que Apolo era temible y frío, fue porque todavía no conocía a Artemisa.  Ella era peor, mucho peor.

La diosa se acercó a mí y contuve el impulso de retroceder.  Tomó la corona de laureles que tenía puesta, se detuvo a analizarla y volvió a ponerla en mi cabeza.

—Tiene el pelo decolorado, un horrible físico y ni hablar de su rostro.  Pero ayudó a mi hermano a redimirse —No sabía si se trataba mi imaginación, pero me pareció ver la sombra de una sonrisa asomarse en su rostro—. Y es virgen.  En estos tiempos, las mujeres no son vírgenes a su edad.

Eso dolió.

—Y mi sobrina también lo es, por fin puedo sentirme orgullosa de una de tus hijas, Apolo —continuó—. ¿Qué quieren?

Me tardé unos minutos en encontrar mi propia voz, estaba demasiado atónita por la presencia de la diosa.  Sabía que mis motivos podían parecerle una niñería.

—Necesito una túnica griega, el tema de nuestra alianza es la época clásica, y a mí me corresponde vestir el traje para la competencia —dije, haciéndolo sonar un poco más serio.

Artemisa ni se inmutó.

—Así que tú eres la encargada de vestir nuestras tradiciones —concluyó—. Me agrada ver que te lo estas tomando en serio, la mayoría se limita a envolverse una sábana, dejándonos en ridículo —Y volteándose a Fran, añadió—. Tú también.

—¿Yo qué? —inquirió mi amiga.

—Puede que a mi hermano no le importen sus descendientes, pero a mi me preocupa que sus críos ilegítimos no manchen su nombre, especialmente si son mujeres —explicó Artemisa—. Me repugna ver a sus hijas comportándose como manojos de hormonas sin sentido.  Te presentarás con ella, y le demostrarás a tus hermanas cómo debe actuar una dama.

—Artemisa, deberías dejar a mi hija fuera de esto —intervino Apolo—.  Solo es una fiesta humana.

—Las fiestas de los humanos nos dan poder, ¿o han pasado tantos milenios que lo olvidaste? —arremetió su hermana—. Su culto es lo que nos ha mantenido fuertes todos estos años.

—Me refiero a que nunca me ha importado lo que suceda con mis hijos —dijo.

Artemisa suspiró exasperada.

—Por eso los libros de historia nos olvidaron, desde la decadencia de Grecia que los humanos no saben nada de nosotros —recriminó.

Fran y yo intercambiamos miradas inquietas, mientras los dioses discutían en mi cuarto.

Cupido por una vez Where stories live. Discover now