IV.

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Esta historia toma lugar en mi primera experiencia en las montañas

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Esta historia toma lugar en mi primera experiencia en las montañas.

Seguíamos la ruta de Sabas Nieves a Loma Serrano. Era una caminata relativamente sencilla cuando entrenas, mi estreno oficial como montañista. Recuerdo que, para esa salida, Aníbal había cogido un virus en el estómago, por comer demasiado, y mi padre estaba de viaje, así que fui solo con el abuelo. Hasta el día de hoy, me doy cuenta que todo sucedió por su sola presencia, esa vieja carisma entregada a las tradiciones de antaño y al respeto por las historias de un país ajeno.

El sol tropical calcinaba nuestras cabezas, la vegetación engullía la poca frescura que adquiríamos en nuestros descansos. El ritmo de nuestros pasos eran lo suficientemente cuidadoso para no agotar nuestras esperanzas, mas el paso de los minutos y de los metros pronto menguó mi energía. El sudor de mi frente se introducía en los ojos que luchaba por mantener abiertos; a la distancia, la camisa blanca de mi abuelo, llena de manchas oscurecidas, se estiraba y fruncía de acuerdo a los movimientos de su propio cuerpo.

La humillación creció en mi garganta hasta enrojecer la piel blanca de mi rostro. Un anciano de más de medio siglo tenía mayor resistencia, elasticidad y fuerte que yo, un niño aún joven. Me decidí en esos momentos a no volver a mi vida de televisión, helado en exceso y horas frente a una computadora. El aliento que me faltaba era una factura que me llegaría décadas más tarde.

Sin embargo, ese día me sujetó los pulmones y me tiró de lleno a una roca. El viento cantaba en mis oídos, el aire me faltaba en el último descanso que tuvimos, antes de volver.

Y allí fue donde todo ocurrió.

Mi abuelo sacó una pequeña bolsa. Recuerdo que era de cuero, brillante por la continúa limpieza de la superficie. Con sus largos dedos separó los tirantes, extrajo unas hojas machacadas de color verde oscuro y las colocó contra mis labios. El aroma fuerte, calmante de la hierbabuena me impidió abrir la boca, mas obligó a que separara las comisuras de mi boca. Empecé a masticar las diminutas ramas, sintiéndome pronto revitalizado pese a la amargura de los bocados.

—Plantas buenas para ti, Matthew. —Una sonrisa sin dientes me arrancó una risa y le vi, mientras se zampaba el resto de las ramas con movimientos tranquilos.

Llegamos al final del recorrido veinte minutos después.

Callé al acabar.

—Pufff. ¿Esa fue la historia folclórica? ¡Que aburrimiento! Si no pasó nada —comentó Aníbal, cruzado de brazos. Las ojeras de sueño ya empezaban a asomarse de sus ojos poco descansados, su piel en exceso blanca envejecida.

El extraño, Gottfried, no parecía pensar igual que mi hermano. Su sonrisa había vuelto a adquirir una apariencia nada amenazante.

—El herbolario de Venezuela es especialmente fascinante. Más de doscientos tipos de medicinas pueden salir con tan solo combinaciones. —Al conversar, revisaba el bolsillo interno de su chaqueta. Extrajo un par de botellas, el líquido brillaba como ámbar por el calor del fuego—. Un analgésico que yo mismo hice para mis pacientes de Macuto. Receta secreta.

Con un movimiento, una de las botellitas saltó en el aire y cayó en mis manos preparadas. No había ningún tipo de signo de ser imaginarias. El vidrio era viejo, tratado con métodos antiguos, mas de una belleza y cuidado apreciable. Al elevar el contenido a mis ojos, y deslizar el dedo índice por el fondo del contenedor, delinée dos iniciales: G.K.

Mi mente sintió un cosquilleo de familiaridad, como si unas manos invisibles hubieran acariciado mis neuronas. Miré a Gottfried, estudiándole ya sin ningún tipo de contrariedad o disimulo.

—Hay un libro muy interesante, Aníbal. Se llama Herbolario tradicional venezolano y contiene mucha información respecto a esta temática. —Sin preguntar a nuestro invitado si podía quedarme con la botella, la introduje con toda naturalidad en el bolsillo abierto de mi mochila—. No todo en la vida es medicina moderna, eh. ¿Por qué crees que el abuelo nunca enferma?

Gottfried encogió los hombros. Había vuelto su atención a Aníbal quien, con una mueca disgustada, se movía en su puesto hasta lograr una postura más cómoda. Cerré la boca. No me iba a prestar más atención. Estaba preparándose para su propia historia.

Al parecer, en relación a las tradiciones, los extranjeros poseían un sentido de pertenencia que aún nos faltaba mucho.

Nueve trajes para el DiabloWhere stories live. Discover now