c a p í t u l o o n c e

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Capítulo 11

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Capítulo 11. La nueva Prima Donna

—¿Es eso verdad, Monsieur? —susurró la Faure-Dumont al oído del Persa mientras Erik remaba de regreso a las catacumbas, llevando a ambos hasta el espejo en la Ópera Popular— ¿Es verdad que van a darme el papel de Jammie Paulette?

—Lo será en cuanto le mencione a su padre que así compramos su libertad —respondió el otro, la mirada perdida en el joven que había recibido la noticia con un el entusiasmo de un niño tras recibir un enorme regalo en la mañana de navidad.

—Pero jamás podría mi voz compararse con la de la Paulette, Monsieur, ella lleva una vida entrenándose para esto y yo apenas he tomado unas clases con Erik.

—Él piensa que puede hacerlo.

La otra pausó, pensando qué debería responder.

—Jammie me odia desde que nos vimos por primera vez, y yo jamás le había hecho nada; no puedo imaginar lo mucho que me va a detestar cuando sepa que le voy a quitar su puesto.

—Estoy seguro de que la Paulette entenderá, Mademoiselle. —Soltó el Persa, y la conversación se dio por terminada.

De regreso en las catacumbas, el vendaje en los ojos de la joven fue algo que no pudo faltar, pero Erik le permitió caminar de regreso, asegurándole que si podía aprender el camino de esa forma, no volvería a cegarla; pero que, de lo contrario, le cubriría la visión hasta que a él le placiera. La Faure-Dumont aceptó, determinada a memorizar cada vuelta que tenía que tomar para llegar de la casa del lago, hasta su camerino en la Ópera Popular.

Una vez frente al espejo, la joven se sintió deslumbrada desde el segundo en el que pudo divisar la luz, y sonrió sin poder evitarlo. Erik colocó su mano sobre el hombro de la muchacha, y tras recibir su mirada de terror, dijo:

—Ve a casa esta semana, querida mía. Descansa junto con tu padre y quédate tranquila, pues ahora serás una estrella. Estaré esperándote en tu camerino en las mañanas, exactamente a las seis, sé puntual; necesitarás más clases ahora que todo París estará esperando tu debut. —Le tomó la mano delicadamente y se alzó la máscara hasta los labios, agachándose desde momentos antes para que la joven no pudiera mirar el horror desfigurado; tras besarle la palma tan dulcemente como pudo, se cubrió de nuevo y elevó la mirada hasta la de Anya, que aún temblaba ante su tacto.— Estoy orgulloso de ti, mi Prima Donna.

—Gracias, Monsieur —dijo.

Y cuando Erik abrió el espejo para permitirle salir, la joven se adentró en la calidez de la luz, alejándose lo más posible de aquella temible oscuridad.

—Daroga —llamó el fantasma en cuanto el otro seguía a la soprano—. Será mejor que consigas ese papel para Anya, porque sabes ya que no me gusta cuando me mienten. Especialmente para separarme de aquella que será mi mujer.

Anya | El Fantasma de la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora