c a p í t u l o s e i s

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Capítulo 6: En la casa del lago

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Capítulo 6: En la casa del lago

Anya Faure-Dumont, ¡raptada en un camerino de la Ópera Popular! ¿Estará de vuelta el fantasma? anunciaban todos los periódicos de París a la mañana siguiente. A pesar de los arduos intentos de la policía, ni una pista se había encontrado con relación a la desaparición de la joven, que se había esfumado de manera ordenada, tranquila y silenciosa. Su padre, Monsieur Faure-Dumont, pasó la tarde con los ojos entrecerrados por la falta de sueño, una bufanda apestosa rodeándole el cuello, el abrigo desabotonado, un zapato diferente para cada pie y el cabello sin una sola cepillada; no se presentó a la Ópera aquel día por andar con los oficiales, y todos los artistas comprendieron la razón, por lo que el ensayo fue cancelado—aunque querían realizarlo sin el director dimisionario pero les fue imposible puesto que también Monsieur Fiquet había decidido unirse a la búsqueda—y la Ópera Popular se encontró más silenciosa que aquella vez que Christine Daaé había sido raptada a mitad de Fausto.

Fueron tres días los que tardó la Faure-Dumont en aparecer de regreso en su camerino. Gustave Fiquet, con la mirada medio perdida, el estómago vacío y las manos temblorosas, se había adentrado en el cuarto con la esperanza de encontrar alguna pista sobre el paradero de su joven amada, y en lugar de eso, había hallado a la mismísima Anya; la joven traía una expresión que no pudo descifrar en ese momento, y se veía más tranquila que nunca desde la primera vez que la había observado. Traía un vestido azul que jamás le había visto, con flores ligeramente más oscuras que la tela decorándole por aquí y por allá; además, el cabello lo traía bien cepillado, los rizos bien moldeados y acomodados de una manera que, de no ser porque había estado desaparecida por tres días, le habría hecho latir el corazón más rápido que nunca, pues resaltaba más su belleza que el nido revoltoso que siempre traía por melena; no parecía haber perdido ni una sola siesta, y la piel traía un brillo divino; sus dedos habían—milagrosamente—perdido las magulladuras y sus uñas ya no se encontraban tan mordisqueadas.

—Bueno, Anya —soltó Monsieur Fiquet sin poder evitarlo—, es que parece que usted, más que raptada, pasó los últimos tres días en un castillo, siendo atendida como una princesa.

Al mirarlo, la expresión serena de la joven se descompuso, transformándose en algo que fue verdaderamente terrorífico. Los ojos se le abrieron más de lo normal, los labios se contrajeron, y sus mejillas rosadas perdieron todo el color.

—¿Pero qué hace usted aquí, Monsieur, en el camerino de una dama? —exclamó con rudeza. Rápidamente, su mano se dirigió a una pluma en el escritorio frente a ella, y escribir en un pedazo de tela le tomó unos cuantos segundos. Después, la Faure-Dumont caminó hasta el cantante, que no se había movido un solo paso desde el reproche de la joven, y lo empujó por el pecho, metiendo cuidadosamente la tela en el bolsillo de su saco—. No vuelva aquí nunca más, Monsieur. Por su propio bien y el mío.

Y el joven se retiró sin decir más.

Fuera del camerino, tras caminar unos minutos y asegurarse de que nadie lo viese, sacó la nota del bolsillo y la leyó, perplejo.

Anya | El Fantasma de la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora