Somnolencia

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En una turbulencia caí presa de un insondable y quedo sueño. El hombre de la ventana, cuando me desperté, me felicitó por mi indiferencia ante los devenires del clima y del llanto desesperado de una mujer sillas atrás. Pero le mentí. Sí me desperté, por unos contados segundos, en una de las subidas y bajadas más fuertes. Fue ese despertar el que me llevó consecuentemente directo a un sueño sin sueños ni pesadillas ni sombras. Sabía que no podía hacer nada. Cualquier cosa que sucediera estaba por fuera de mi control. Incluso si moríamos, me alegraba la idea de morir estando en un lugar donde finalmente podía dejar de existir. Es decir, dejar de existir cuando yo no estaba en ningún lugar.

A mi problema para conciliar el sueño le agregué alguna vez algunos somníferos naturales que no surtieron efecto. Y, a petición de una amiga preocupada, me dediqué una semana a meditar antes de irme a la cama. Tomé duchas calientes en las noches, me masturbé varias veces antes de cerrar los ojos. Mi ridiculez llegó a tal punto que decidí dejar de pensar en dormir y dedicarme a planear el día que me esperaba al levantarme mientras me acomodaba en la cama. Tal cura fue aún peor. La angustia me invadió tanto que ya no tenía episodios de sueño llenos de pesadillas, sino que dedicaba las horas a llorar. La vida me había quedado grande. Y los sueños también.

El problema era que todo estaba en un estado gris. La vida. El sueño. El llanto. Quería ahogarme en llanto. Quería quejarme y aullar y rasgarme las carnes. Y lo hice todo, pero sólo a la mitad.

En las horas que finalizaban mi jornada laboral, en un trabajo ridículo pensado para hacerse a medias, sentía un cansancio tan profundo que las voces de la gente se volvían lejanas, los ojos se me aguaban y yo dejaba de sentir el cuerpo. Ese cansancio de días me llevaba a la cama directamente, pero, aún cuando ya no tenía energía ni para soñar, aquellas horas nunca me recomponían. Cuando estaba dispuesta a enterrarme en las sábanas me acordaba del cansancio de aquellos momentos y mis párpados se cerraban sin remedio. La estrategia del miedo funcionaba. Dormía porque tenía miedo de estar cansada, y sabía que el cansancio se iría si dormía, al igual que el miedo.

Fue una cura también a medias. Dormía pero me levantaba más vacía, como si me estuviera diluyendo en el sueño, como si cada vez que dormía se fuera algo de mi para nunca regresar.

Una madrugada, cuando los pájaros comenzaron su trineo primaveral, caí en la cuenta de que había reflexionado equivocadamente. La culpa era del cantar de los pájaros. Me había acostumbrado tanto a escucharlos que ya los esperaba. En sentido estricto, me acostaba esperando el fracaso, y el trinar de los pájaros, que ya mi mente y mi cuerpo medían biológicamente, me daban la razón. Había fracasado una vez más. Si los pájaros no cantaran en mi ventana no tendría prueba del fracaso, ni lo esperaría.

La posición fetal que adoptaba, sin embargo, me hacía sentir cálida, abrazada. Aquel bello sentimiento de un alma caliente duró poco. Lo que estaba esperando en esa posición circunstancial era ser abrazada. No pasó mucho para que comenzara a tararear Naima, la canción de Coltrane. Aprendí a tocarla después de años de haber comenzado a presionar las teclas metálicas del saxofón alto, pero nunca llegué a improvisar eficazmente. La conclusión es que también había tocado a medias.

Llegué tarde y cansada a mi trabajo ridículo. Aún cuando mi vida de aquel momento podría haber sido descrita como una vida bien llevada, lo único interesante que me sucedía día a día era la incapacidad de dormir, y de lo único que realmente era artífice era de las estrategias para intentar conseguirlo.

Si no eran los pájaros era quizás mi dolor de pies. El dolor, producto de una alteración en el arco del pie, me había hecho acreedora de una fascitis plantar delicada. ¿Podría todo aquello ser producto, simplemente, de que era consciente de mi cuerpo y por eso no podía abandonarlo? Tomé tantas píldoras para el dolor que no pude dormir pensando en que moriría con una sobredosis de ibuprofeno.

Mi vida seguía su curso. La fatiga estaba siempre presente, igual que lo absurdo de los días. La belleza de la primavera estaba próxima a transformarse en el amarillo del verano, y los tulipanes de la tienda de la estación ya habían sido reemplazados por girasoles. Para mi cumpleaños me reuní con unos amigos en un bar en una terraza, y suplanté el Bombay por el Monkey para el gin&tonic. Una de las invitadas llegó tarde, con un paquete que ocultaba de los meseros. En la caja había un pequeño gato gris azulado de ojos amarillos. ¿Qué iba a hacer yo, con la fatiga, la ridiculez y lo absurdo cuidando de un gato? Mi amiga no sabía bien lo que hacía, pero era una de las artistas más grandes que he conocido: era capaz de renombrar todas las cosas. Y al gato lo llamó Ismael.

En mi casa dejé el gato andando. Supuse que tenía hambre y le busqué leche y carne cruda. Mientras Ismael subsistía por ahí y aprendía a bajar y subir las escaleras del baño, yo inventaba otra teoría. La falta de sueño se iría si finalmente lograba dirigir mis pensamientos sólo a una cosa. Entonces me acostaba y pensaba en la brisa de una playa. La playa albergaba un castillo de cemento sólido que se diluía con la brisa. El océano Pacífico es frío y turbulento, y una parte de sus costas están bordeadas por acantilados extremos. El Atlántico me trae recuerdos olfativos, como de mango. ¿Y si me fuera a vivir a una playa? El cansancio estaría en un segundo plano, porque dedicaría mis tardes a nadar en el mar. Si la fatiga seguía siendo severa, sin embargo, podría morir ahogada. Sufriría. No me calmaba la idea. No era como aquella de la turbulencia del avión. Algún salvavidas podría salvarme, o un surfista, o podría ser devorada por tiburones.

La idea tampoco funcionó. Cualquier palabra o imagen que pasaba por mi mente era, como debí haberlo sabido, propulsora de otra palabra o imagen. Así que seguía dando vueltas en conexiones esperadas y en el olor a mango.

Ismael creció rápido. Para principios del otoño ya se recostaba junto a mi y dormía, plácido, a mis pies. Yo lo detallaba. Cómo era tan sencillo para él despertarse y levantarse. Me pregunto si quizás estaba también sufriendo, inventando estrategias y soluciones, y siendo un innovador, como siempre me habían tildado a mi. Su respiración pausada hizo retroceder mis reflexiones. Sí. Ismael estaba en total control del sueño y la vigila. Podía saltar de una a otra como saltaba de los alféizares. Podría dejar de hacer una sin miedo a que la otra dejara de existir. Un gato. El único alimento para su espíritu era carne cruda y leche y lo que conseguía cuando salía a arañar la noche.

Había decidido rendirme. Dedicaba las noches a leer y a caer dormida por unos minutos, y a retomar mi lectura, cada vez con más precisión entre sueño y sueño. Ismael parecía molesto, como si mi ritmo nocturno no le permitiera encontrar calma. Así que se acercó, como se acercaba buscando lugar en mi pecho para descansar, y me arañó. Caí profundamente dormida hasta el día siguiente. El día me pareció bellísimo, como si todo estuviera envuelto en una piel delgada de luz vibrante. Cuando regresé a casa después de haber disfrutado de un día sin cansancio, me pregunté si la causa había sido el dolor. ¿Pero el dolor de los pies, y de la espalda, y de los glúteos producidos por mis movimientos erráticos que buscaban tranquilidad? Estaba de nuevo equivocada. Me acosté en la cama y comencé a leer. Ismael se acercó y me volvió a arañar. Yo caí presa de un sueño irremediable. Aquello sucedió varias noches, y de ahí hasta estos días que escribo. No obstante, mis reflexiones habían alcanzado otro nivel de ridiculez, cada vez menos sensato incluso para divagaciones nocturnas. Tenía que afrontarlo. El gato me había domesticado.

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⏰ Last updated: Oct 26, 2017 ⏰

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En una turbulenciaWhere stories live. Discover now