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Harry sabía muy bien que cuando Hadley quería algo nada la apartaba de su objetivo. Ni la opinión de otras personas ni el sentido común. Nada. Y en ese momento, lo quería a él.

Una absoluta pérdida de tiempo.

—Cásate demasiado pronto y te arrepentirás demasiado tarde —había canturreado su abuela cuando le dijo que iba a casarse con Hadley.

—¿Qué tiene de malo estar soltero? —había preguntado su abuelo—. Me gustaría estar soltero. Hace sesenta años que quiero estarlo.

—Pues llama a un abogado —había respondido Goggy—. Estaré preparada cuando tú lo estés, viejo.

Viéndolo en retrospectiva, los dos tenían razón.

Pero entonces estaba obnubilado por el amor, y Hadley Belle Boudreau era diferente a todas las mujeres que había conocido.

Tenía una voz melodiosa, era inteligente y divertida, y aunque sus tres hermanas lo matarían si lo oyeran, hacía gala de unos modales que las mujeres yanquis —o al menos las mujeres Styles— no sabían que existían.

Pru, que usaba ropa masculina y olía a uvas y tierra igual que su padre, llevaba décadas atormentándolo con conversaciones detalladas sobre la regla y los quistes ováricos.

Honor era fría y poco sentimental.

Faith, la más joven, seguía disfrutando cuando le daba un puñetazo (y pasaba de los treinta).

Pero Hadley era... ¿cómo definirla?

Sureña. Era (que Dios le perdonara) una dama, de esas que no se encuentran en las regiones rurales al oeste del estado de Nueva York. Y sí, tendría una muerte larga, dolorosa y muy sangrienta si sus hermanas (o incluso su abuela) se lo oían decir en voz alta, lo que básicamente demostraba que tenía razón.

Hadley tenía un aspecto vulnerable: era una mujer menuda que no llegaba a uno sesenta, cuerpo delicado, sedoso cabello rubio y grandes ojos castaños.

Era capaz de iluminar una habitación con su sonrisa. Pero también tenía un sentido del humor muy pícaro de vez en cuando, lo que impedía que resultara demasiado ñoña y pretenciosa.

La había conocido en Nueva York, en una cata de vinos que tuvo lugar en el ruidoso restaurante de un lujoso hotel cerca de Wall Street lleno de mujeres delgadas, fanáticas de la moda y hombres seguros de sí mismos que daban cuenta de los aperitivos de forma agresiva mientras comentaban con condescendencia las noticias más importantes de la semana.

Pero aquel lugar era uno de los mejores clientes de Blue Heron en Manhattan, y los propietarios eran bastante agradables.

Por lo general, Honor se ocupaba de esas cosas, pero esa vez le había pedido que fuera. Las catas (y cotorrear con los dueños de los restaurantes) formaban parte del negocio de la familia, y él estaba dispuesto a hacer su parte. Se había unido al cuerpo de entrenamiento de oficiales de la reserva de la Marina en la universidad, y después de obtener su título como
químico, porque elaborar vino era un proceso químico, estuvo un tiempo en un laboratorio de la Marina, estudiando los posibles efectos y el tratamiento contra la contaminación química de grandes masas de agua.

Luego regresó a Manningsport y asumió un puesto de enólogo junto a su padre y su abuelo.

Ese había sido el plan siempre: estudios, servicio militar y vuelta a casa. Le había funcionado muy bien.

Adoraba a su familia, le gustaba elaborar vino y le encantaba aquella zona del oeste del estado de Nueva York. Aunque era bastante popular entre los miembros del otro sexo, estaba un poco cansado de citas. Quería sentar cabeza y tener un par de críos.

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