Capitulo 1

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Dedicado a Elficarosa, impulsora, inspiradora y buena amiga.

Todavía hoy, cuando mis cicatrices no son ya más que líneas desvaídas y borrosas, me estremece el recuerdo de lo acontecido en aquel viaje a Granada. Al comprobar como mi piel al envejecer ha disuelto poco a poco la memoria de sus señales entre manchas y arrugas siento el anhelo imposible de que las heridas del alma fueran también de esa naturaleza, y no así tan profundas, tan dolorosas y tan difíciles de restañar. Contra toda esperanza, sé que las mías jamás podrán sanar.

Después de tantos años sin hallar la paz del olvido ni el inútil consuelo de la justicia, cercano ya mi final, me decido a relatar todos aquellos extraños sucesos. No espero con ello ningún bien para mí, ni lo hago para aliviar de algún modo el infierno de mi propia existencia. Solo me anima el deseo de mostrar la verdad sobre lo acontecido para que nadie caiga de nuevo en el error de despertar el mal que causó tantas desgracias.

No esperes pues en estas letras oscuras más que dolor, sufrimiento y perversión. No hay finales felices en la vida porque la vida no tiene otro final que la muerte. Mas si estas advertencias no te hicieran desistir y decides emprender ahora su lectura, reúne entonces todo tu valor para adentrarte en las tinieblas del pasado y no olvides jamás la terrible enseñanza que esconden: cuídate de tus propios deseos.

Primero habrás de acompañarme en un corto viaje en tren. Yo no pasaba de los diecinueve años cuando subí a aquel viejo vagón de madera en la estación de Sevilla. Por todo equipaje llevaba algunas ilusiones, un par de mudas, cuatro billetes doblados que eran todo mi capital y un libro de Washington Irving, el mejor guía posible para aquel trayecto entre olivos, paisajes, caminos y montañas.

Había conocido a mis compañeros de viaje sólo unos meses antes, en la facultad, pese a mi dificultad congénita para dar o devolver los buenos días. Escapar a la prisión de la soledad suponía para mí un reto, un cambio deseado, aún al precio de que sus continuas bromas vinieran a alterar mi natural callado y obediente, y a veces me pusieran en riesgo de terminar la clase en el pasillo.

Sabía lo extraño que resultaba que personas como ellos hicieran caso a alguien como yo, pero no quise profundizar mucho en ello, tal vez porque en el fondo conocía la razón aunque me negara a aceptarla. Cuando se lleva tantos años deseando ser como los demás, tener amigos, hacer travesuras en la última fila o tener quien se siente a tu lado en la cafetería, cuando tu mayor anhelo es pertenecer al grupo selecto de los que se ríen e inspiran respeto y temor, hay muchas cosas que se está dispuesto a pasar por alto.

El viaje a Granada se presentó como una magnífica oportunidad para pasar unos días fuera y adentrarme en lugares desconocidos hasta entonces para mí, como eran la Alhambra y el Albaicín, como era también esta suerte de amistad con mis nuevos compañeros y como podrían ser, si tenía suerte, mucha más suerte en realidad de la que jamás habría podido soñar, los ojos verdes de Violeta.

Violeta era ligera como el aire, una presencia fugaz que dejaba a su paso una estela de suspiros por los pasillos. Era la sonrisa despreocupada que una mañana llegó tarde a clase y tropezó con mi silla haciendo trizas el silencio de la clase, y aquella mañana su sonrisa fue solo para mí, porque solo a mí me miró pidiendo ayuda, e hizo que me sintiera capaz de levantarme, de tropezar a mi vez, de tirar mis libros al suelo, de resbalar, de hacer el payaso y de todo lo que se me pudo ocurrir para convertirme en el blanco de todas las miradas, en el escudo de todas las risas, y así poder convertirme en el héroe estúpido que la protegía del ridículo.

Desde entonces procuraba asientos en la atalaya de las últimas filas para poder buscar su melena color castaño por entre todas aquellas cabezas. Pasaba las clases enteras mirándola, atento y nervioso por si ella se volvía. En los descansos entre clases seguía impotente el paso de su figura esbelta sin atreverme nunca a unirme a su escolta de admiradores, encabezada siempre por Jaime.

Pero la suerte que yo tanto esperaba perdió aquel tren: Violeta se había sentado en la ventanilla opuesta del vagón. Demasiada distancia y demasiados aspirantes mejores que yo ocupándola, lo que me condenó sin remedio a entablar relaciones con la ventanilla. Entretuve las horas de viaje recreando en el paisaje las historias de Irving. Oía como Jaime le hablaba sin parar de su finca, de las monterías, de sus perros acosando a un fiero jabalí o de su destreza con la escopeta, todo ello aderezado con anécdotas y chistes que provocaban las risas de todos.

Era imposible no ver a Jaime, no oír su voz potente y no sentirse intimidado y a la vez atraído por su presencia. Si existe eso a lo que llaman carisma, todo el que nos debería haber tocado en suerte a mí y a esa otra mitad de la clase que no contaba para nada, se lo habría quedado Jaime en el reparto. Marcelo y Manolo iban siempre con él, fieles escuderos, inseparables compañeros y bromistas empedernidos, formando un trío que resultaba temible para cualquiera que osara destacar de alguna forma por sus cualidades o, como yo, por sus carencias.

Completaba el grupo Julia, compañera de Violeta desde el instituto, quien vivía agazapada a la sombra de la belleza deslumbrante de su amiga para ahorrarse no pocos desengaños y disgustos. Era la única del grupo que no me pedía nunca mis apuntes.

Formábamos, a mi pesar, un grupo bullicioso en aquel vagón medio vacío. No por aislarme de ellos imaginando historias de amores prohibidos entre moras y castellanos por aquellos trigales y manchas de encinas, podía yo dejar de reparar en el verdadero motivo de mi invitación a aquel viaje. Al parecer era costumbre en este tipo de grupos llevarse a alguien de quien poder reírse para amenizar las esperas, los desplazamientos y también el resto, si no había mejor alternativa. A mitad de camino ya había dejado de responder a mi nombre, gastado de tanta chanza. Entretuve el resto del viaje confeccionándome un impermeable de amor propio para impedir que todas aquellas humillaciones calaran en mi orgullo.

Por desgracia, para cuando llegamos a la estación de Granada descubrí que mi prenda protectora hacía aguas por donde menos esperaba, pues Violeta, bajándose de pronto del altar en el que yo la tenía, no tuvo reparos en reírse de mí como todos los que andaban por el andén, como si a nadie más en este mundo le hubieran aflojado el cierre de la maleta para que, justo al bajar, su ropa interior quedara desparramada por el suelo.

El Carmen del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora