Mixtificación

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¡Diantre! Si éstos son tus «pasos» y tus «montantes», no quiero saber nada de ellos.

(NED KNOWLES)

El barón Ritzner von Jung descendía de una noble familia húngara, cuyos miembros, hasta donde permiten asegurarlo antiquísimas y fidedignas crónicas, se habían destacado por esa especie de grotesquerie imaginativa de la cual Tieck, descendiente también de la familia, ha dado una ejemplificación tan vívida, aunque no la mejor.

Mi relación con Ritzner comenzó en el magnífico castillo de los Jung, al cual una serie de extrañas aventuras que no deseo hacer públicas me llevó en los meses de estío de 18...

Fue allí donde gané su estima y, lo que era más difícil, un primer atisbo de su conformación mental. En tiempos posteriores estos atisbos se hicieron más profundos, y más estrecha la intimidad entre los dos; por eso, al encontrarnos otra vez en G...n, luego de tres años de separación, sabía todo lo que se necesitaba saber del carácter del barón Ritzner von Jung.

Recuerdo el rumor de expectativa que su llegada provocó en el recinto de la universidad la noche del 25 de junio. Recuerdo también claramente que, si todos los presentes lo declararon a primera vista «el hombre más notable del mundo», ninguno se esforzó por fundamentar su opinión. Tan innegable parecía el hecho de que fuera único, que toda pregunta sobre las razones de esa rareza hubieran resultado impertinentes. Pero, dejando esto de lado por el momento, me limitaré a observar que desde su llegada a la universidad el barón empezó a ejercer sobre los hábitos, modales, personas, faltriqueras y propensiones de la comunidad que lo rodeaba una influencia tan vasta como despótica, y al mismo tiempo tan indefinida como inexplicable. Así, el breve período de su residencia en la universidad constituyó una era en sus anales, y fue desde entonces denominada por los que pertenecían a ella o a sus descendientes como «aquella extraordinaria época de la denominación del barón Ritzner Von Jung».

A su llegada a G...n, Von Jung fue a visitarme a mis habitaciones. Carecía en aquel entonces de edad, con lo cual quiero decir que resultaba imposible hacerse una idea de sus años basándose en su apariencia personal. Lo mismo podía haber tenido quince que cincuenta, y en realidad tenía veintiún años y siete meses. Nada de apuesto había en él, más bien lo contrario. El contorno de su rostro era angular y áspero. Tenía una frente tan alta como hermosa, nariz chata, ojos grandes, pesados, vidriosos e inexpresivos. Pero en la boca había más terreno de observación. Los labios sobresalían ligeramente y estaban siempre apretados, al punto que sería imposible imaginar otra combinación de rasgos, por más compleja que fuera, capaz de producir de manera tan total y sencilla la impresión de gravedad, de solemnidad y reposo.

De lo que ya he adelantado se deducirá que el barón constituía una de esas anomalías humanas que se encuentran una que otra vez, y que hacen de la ciencia de las bromas el estudio y la ocupación de su vida. Una especial conformación de su mente lo capacitaba instintivamente para esta ciencia, mientras su aspecto físico le proporcionaba grandes facilidades para llevarla a la práctica. Estoy firmemente convencido de que en la época tan


curiosamente llamada «de la dominación» del barón Ritzner von Jung, ninguno de los estudiantes de G...n sospechó jamás el misterio que envolvía su persona. Lo repito: estoy convencido de que nadie, fuera de mí, imaginó nunca que el barón era capaz de una broma fuera verbal o de hecho; antes hubieran acusado al viejo bulldog del jardín, al fantasma de Heráclito o a la peluca del emérito profesor de teología. Y esto mientras saltaba a los ojos que los más egregios e imperdonables artificios, extravagancias y bufonadas tenían por causa al barón, si no de manera directa, al menos por su intermedio o connivencia. La belleza, si así puedo llamarla, de su arte mystifique residía en la consumada habilidad — resultante de un conocimiento casi intuitivo de la naturaleza humana, y de un admirable dominio de sí mismo—, mediante la cual el barón lograba aparentar que las extravagancias que preparaba se producían a pesar de sus laudables esfuerzos para impedirlas y para mantener el buen orden y la dignidad de la casa de estudios. La profunda, la punzante, la sobrecogedora mortificación que el fracaso de sus meritorios esfuerzos dibujaba en cada rasgo de su semblante no dejaba la menor sombra de duda en el ánimo de sus compañeros más escépticos. Y no era menos digna de observación la habilidad que tenía para hacer derivar lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a las absurdas consecuencias que de ella nacían. Jamás, antes de conocer al barón, había visto que un bromista escapara a las consecuencias inevitables de sus maniobras, es decir, que lo ridículo acabara por contaminar a su propia persona. Mi amigo, en vez, aunque envuelto continuamente en una atmósfera de capricho, daba la impresión de vivir tan sólo para las formas sociales más severas, y ni siquiera los miembros de su propia casa pensaron jamás en asociar a la memoria del barón Ritzner Von Jung otras nociones que las de rigidez y majestad.

Cuentos - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora