—Gracias por abrirme las puertas de tu casa.

—Siempre van a estar abiertas para ti. —La solté, dando un paso hacia atrás—. Puedes venir cuando quieras. Solo, por favor, dejar de asustarme así. Haz apariciones menos espeluznantes.

Limpió con rapidez una lágrima traicionera que había escapado y volvió a sonreír. Era la misma chica con una cascada de cabello castaño, mirada tímida y sonrisa dulce que recordaba de nuestros años de universidad. Lo único que cambió en aquel par de años fueron sus facciones, las cuales se acoplaron de manera más adulta. Tenía el aspecto de una mujer, vista desde lejos, pero si te concentrabas podías notar el rastro de vulnerabilidad y la delicadeza de sus expresiones. Siempre tendría aquellos ojos marrones de cachorro y el estilo vintage no escapaba de su ropa.

—Vine a este lado de la ciudad para ver personalmente un nuevo local que estoy pensando adquirir.

Camila era veterinaria y, por lo que decían, muy buena en su trabajo. No vivía con lujos pero era tan feliz que me alegraba por ella, y escuchar que ampliaría su negocio me hizo sonreír.

—¡Enhorabuena! No sabes cuán feliz estoy por ti. Tendré que llevarte a Félix para que lo atiendas alguna vez.

—¡Félix! Dios mío —saltó al suelo de inmediato, mirando cada esquina de la cocina como si mi labrador fuera a aparecer meneando su cola—, ¿dónde está mi pequeño?

—En casa de mamá. Se lo llevó después de la fiesta de Perssia porque se ha estado sintiendo sola últimamente. No sé cuándo vaya a regresar.

—¿De verdad? —Volvió a tomar asiento y abrigó una de mis manos entre las suyas—. Lo siento tanto, Angie. ¿Tu madre está bien?

Sonreí, tranquilizándola.

—Sí, su salud es excelente, yo diría que mejor que la mía. Pero ha trabajado toda su vida y ahora no sabe qué hacer con tanto tiempo libre.

—Recuerdo que estaba muy emocionada por dejar de trabajar...

—Sí, al principio. Sin embargo, dos años de aburrimiento han logrado desesperarla. —Amplié mi sonrisa—. Pasa sus días horneando repostería, decorando velas, bordando almohadones y tejiendo gorritos para Perssia. Cada semana nos envía algo nuevo.

—¿Por qué no viene a vivir con ustedes y cuida a la bebé? Ahorrarías dinero y no se sentiría tan sola.

Suspiré, volviendo para apagar la cocina y así evitar que la leche se quemara. Tomé la bolsa de chocolate en polvo y comencé a verterlo en silencio hasta que pude reunir mis pensamientos.

—No quiere dejar la casa donde tiene todos los recuerdos con papá y los de mi infancia. Ya le he sugerido que se mude con nosotros pero se niega a vender, alquilar o abandonar su hogar. Ella echó raíces en ese lugar y dice que no se irá de allí hasta que muera.

—Eso es muy triste. Duele escucharlo.

Mi sonrisa era nostálgica, revolviendo con una cuchara de madera.

—La entiendo, Cam —susurré—. Hay lugares repletos de recuerdos que no podemos dejar ir, pues una parte nuestra ha quedado prendada en ellos. Cuando voy de visita no puedo evitar recordar la risa de papá sacudiendo las paredes, y a mi mente vuelve la voz de mamá gritándome que llegaría tarde a la escuela. Es como si regresara en el tiempo.

—El tiempo pasa tan rápido...

—El tiempo vuela. Viaja a la velocidad de la luz, o quizá es la propia luz. Nunca lo vemos hasta que se va y sabes que es imposible traerlo de regreso. Aún recuerdo cuando saludaba al chófer del autobús y hacía mi viaje a la escuela. En unos años veré a mi hija vestir mi mismo uniforme, recorrer parte de mi historia.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora