Luego, te humedeciste las yemas de los dedos, con pose sensual, muy dulcemente y comenzaste a hojear el libro muy delicadamente intentando no hacer saltar los post it que en él había, intentando averiguar qué había escrito en ellos y en los márgenes de aquellas páginas.

Tú pusiste buena cara y me soltaste un ─ a mí me gustan los eróticos, como Cincuenta Sombras ─ sin embargo, la mía era de póker.

Después de aquella conversación decidiste que ya era tarde. Solo un adiós bastó para despedirte de mí en aquella tarde que ya jamás podré olvidar. Una mancha negra en mi calendario.

Querida vecina, después de aquello no he vuelto a ser el mismo. Caí en la desgana por intentar ganarme tu compañía, y fracasé. Nunca cejé en mi empeño, tanto que eso me costó una noche en el calabozo. Craso error, otro más a la lista de cosas a olvidar, porque ya jamás tendré posibilidades de enderezar mi vida.

Todos los días pienso en aquella tarde de octubre. No hay día en que me arrepienta de haber estado ciego. Cegarme, no por el vino, sino por el verde de tus ojos. ¡Ay, vecina mía, qué idiota fui, y qué fácil me lo pusiste!

No soy capaz de controlar mis lágrimas, aunque nunca las mereciste. Como aquel día en que, ingenuo de mí, quise invitarte a cenar.

Fue en diciembre, en el puente. Hacía un frío que pelaba y bajé al chino de la esquina, ese mismo que me dijiste que te encantaba. Un poco de pollo Kung pao y unos rollitos de primavera. Algo ligero. Subí por las escaleras hasta tu planta. Soñando, dejándome llevar.

Toqué el timbre, tardaste en abrir. Allí estabas tú, con tus ojos verdes. El mundo a nuestro alrededor dejó de existir en ese preciso instante. No sé si pasaron dos segundos o veinte minutos, te juro, querida vecina, que no soy capaz de dilucidar una respuesta coherente. Vestías casual. Unos pitillos ajustados y una sudadera de la universidad con las letras UMA, de color azul celeste. ─ ¡Qué casualidad! ─ Pensé, justo la uniformidad formal, como yo lo llamo. Me gusta. Las redes sociales hubieran echado humo si hubieras subido una foto aquel día. Cosa que me hubiera gustado hacerte, hacernos, aquella noche. Pero la realidad es más dura que la ficción y volví a la tierra. Justo cunado di un paso adelante e intentando pronunciar unas palabras me distes con la puerta en las narices. No grité, no sangré... solo lloré. Solté la comida en el suelo y bajé un par de plantas hasta mi apartamento.

No sé qué fue lo que más rabia me dio. Que me cerraras la puerta en las narices, literalmente; el daño que me hice en la nariz o el ver que al día siguiente tenías fotos en

Facebook. Fotos en las que estabas sola bajo el título "noche que nadie quiere salir, toca peli y comida china".

Caí en una profunda intranquilidad y en un llanto del que jamás he podido salir. Y lo he intentado, querida vecina, te juro que lo he intentado, y que lo sigo intentando. Te juro que algún día levantaré cabeza y te juro que ese día está más cerca de lo que te esperas.

Pero déjame que te siga contando lo que hiciste conmigo. Algunas de las cosas. Como aquella vez que compré unos dedales de lectura por internet. Aquellos dedales que nunca llegaron a esa casa. Aquellos que según la persona encargada de entregar el paquete, se lo dejó a mi "novia", una mujer atractiva, joven y de ojos verdes.

Ese fue el menor de mis problemas, solo perdí unos céntimos de euro. A partir de ese momento compro todo certificado con entrega en mano. Gracias a ti gasto unos seis euros por algo que cuesta uno. Y solo porque en la tierra de Lobato no hay ciertas tiendas y el envío sale más barato que el gasoil.

Quise seguir con mi vida y me puse la careta. La careta que oculta mi careto y que muestra una cara más mesurada y menos desenfocada. Una careta que es imprescindible para hacer el día a día, pero con la que es imposible cargar toda una vida.

Querida VecinaWhere stories live. Discover now