QUERIDA VECINA

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Querida vecina:

Desconozco si acabará usted de leer esta carta que le escribo. Le aseguro que lo hago desde el más absoluto dolor. Desde lo más profundo de mi ser. Desde la pura indeterminación.

Lo hago. Lo hago por ser usted quien es.

Quizá usted nunca lea esta misiva, mejor para ti. Yo no pierdo nada intentándolo. Intentando hacerte entrar en razón, porque todo lo que me has hecho no puede quedar sobre papel mojado.

Hace tiempo que no quiero saber nada de nadie, que no soy feliz. Hace tiempo que no quiero saber nada de ti, ni recordar aquellos buenos momentos que pasamos juntos. Hace tiempo, querida vecina, que quiero olvidar lo que un día fuimos.

Hace tiempo que no me da la luz del sol intentando, armándome de valor para escribir esta carta, escuchando, de fondo, música melancólica. A prueba y error, como cantaron los Izal, acabé estas líneas.

No sé qué me depara el futuro y no sé qué te deparará el tuyo, pero seré muy feliz, y con alevosía, si es como espero.

Que Dios, si existe, me juzgue por ello. Yo en mi conciencia seré feliz.

Querida vecina, ¿sabes ya quién soy? No creo que te quede lugar a dudas. Has estado encima de mí, o creyéndote así, día tras día desde hace años. Yo solo agaché la cabeza y me fui, cual perro asustado.

Hubo una vez, allá por 2010 que tú me miraste a los ojos y me sonreíste. Te correspondí.

Era nuevo en la comunidad y tú me caíste en gracia. A nadie le dio tiempo de avisarme.

Avisarme de la clase de persona que eres.

Yo llegaba cargado de cajas, haciendo la mudanza como buenamente podía.

Apareciste de repente en el rellano de la escalera y me embaucaste con tu mirada de loba. Primer error, te miré a los ojos.

Me ayudaste con los bártulos y dejé que entraras en mí, segundo error. Subimos a mi piso y nos comimos una pizza a la luz de las velas, tenues y parpadeantes. Reímos a carcajadas con una botella de vino barato. Seguimos riendo y abrimos otra botella.

Aquella noche tus ojos brillaron de una forma que jamás volví a ver... Jamás te volveré a ver como aquel día. Hoy tengo dudas de que aquella mirada fuera como la recuerdo, pero quiero creer que así fue.

Aquella noche me embaucaste. Al fin confluimos en un vicio común, la lectura. Me preguntaste cual era mi libro preferido. Recuerdo que te invité a rebuscar en la caja marrón que estaba marcada a rotulador negro en la que ponía "LIBROS 3". Allí te viste con poco más de veinte ejemplares de títulos diferentes.

En realidad, no había tantos títulos. Aquella caja contenía tres ediciones de La Dama Azul, cuatro de la cena secreta, siete del Maestro del Prado, todos de Javier Sierra. La trilogía de Los Buscadores de Luis Montero. Dos Quijotes. Contrato con Dios y Espía de Dios de Juan Gómez-Jurado.

Recuerdo que me llamaste loco al ver el contenido de aquella cajita. Cogiste uno y no fue al azar. Cogiste el más llamativo. No por el tema sino por lo colorido. Elegiste una primera edición del Maestro del Prado, de tapa dura. Sobre las hojas, un sinfín de marcadores con unas letras, ya ilegible, escritas a lápiz.

─ Has dado en el clavo, dije. ─ Ese es mi libro de cabecera. Por lo menos estos dos años atrás. He leído y releído ese libro hasta la saciedad. En ese libro baso mi tesis.

Querida VecinaWhere stories live. Discover now