CAPÍTULO 21 | Perfidia

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Aldous niega con la cabeza, lentamente.

—Que tú hayas hecho algo no significa que los demás tengan el derecho de hacértelo a ti también. Y, para ser honestos, no entiendo tu mierda. No mataste a Melody Hansen. No porque quisieras, ni porque lo necesitaras. ¿Es que no lo recuerdas, Cameron? Ella te lo pidió, casi te lo rogó.

—Y yo lo permití—mascullo, tragándome mi dolor—, yo lo hice, Aldous. Las razones no justifican los actos malos.

—Ella quería suicidarse, ¿por qué no dices eso, imbécil?—me espeta súbitamente mi amigo, torciendo el gesto. Acaba de enfadarse, pero parece querer controlarse porque toma aire antes de volver a hablar—. Iba a matarse de todas formas, pero fue tan cobarde, inútil, y al mismo tiempo astuta, como para rogarte que lo hicieras por tu cuenta. Se tiró al infierno, pero te hizo creer que te arrojó a ti también porque era una maldita manipuladora, Holden.

Acaba de intentar imitar su voz. Y acaba de conseguirlo, aunque yo no quiera admitirlo. Así que cierro mis ojos con pesadez, pero odio hacerlo, porque esto sólo hace que el dolor se expanda, que parezca infinito. Podría serlo. Podría, todo esto, tratarse de la muerte, de los puntos finales de mi vida. Como todos, no sé una mierda sobre qué se siente morir, pero noto el dolor en mi cuerpo, lo complicado que ahora se volvió para mí cualquier movimiento, por minúsculo que sea, y no puedo evitar preguntarme si todos hemos conocido alguna vez a la muerte. Quizás sólo se trata de saber identificarla, quién sabe.

—Algún día vas a tener que dejar de hablar solo.

Hay una nueva voz que ya reconozco en la sala. Acaba de llegar, o puede que haya pasado bastante tiempo escuchando desde alguna parte, pero yo no lo sé y tampoco quiero saberlo. Lo único que tengo claro es que Richard suele llegar de noche, o al atardecer, y que cuando lo hace trae consigo alguna especie de droga que calma todos mis dolores para dejarme hablar. Hoy, sea el día que sea, no es la excepción, porque el hombre se acerca a mí con un frasco en la mano. El líquido no tiene color, y sabe muy mal, pero el placer que genera en mí dejar de sentir dolor vale eso y cualquier cosa, por horrible que parezca.

—Bébelo. Hoy tienes mucho de qué hablar—me indica Richard mientras se sienta sobre la cómoda silla que acaba de aparecer justo detrás de él.

Acaba de dejar el frasco de cristal justo en mi mano, y de por sí envolverlo con mis dedos para impedir que caiga se vuelve un acto titánico. Richard es consciente de eso, siempre lo ha sido, pero prefiere observar desde su lugar a que yo pueda moverme. Como ya lo he dicho: podría pasar por cualquier cosa con tal de aliviar mi dolor. Eso es lo único que me motiva a querer mover mi brazo tan rápido como me veo capaz de moverme—que, en realidad, es más lento de lo que crees—, para acercar la boca del frasco a mis labios y beber del líquido. No pienso en el sabor, ni en lo asqueroso que resulta. Cierro mis ojos, suelo el frasco y este cae para estrellarse contra el suelo. Se hace añicos.

El tiempo pasa y yo espero sin moverme, con el brazo alzado y los ojos cerrados.

Richard permanece tranquilo, sin siquiera moverse.

—Nos parecemos a un frasco de cristal más de lo que creemos, ¿no te parece?—cuestiona, sin que me lo espere. Sigo aguardando a que el líquido haga efecto, tan inmóvil como un cadáver—. Frágiles e inútiles, siempre a merced de lo que nos rodea.

Mi cuerpo parece volver a funcionar con lentitud. Soy capaz de moverme, al menos para erguirme y poder enfrentarlo, mirándolo cara a cara.

—Hablas de nosotros—afirmo, sin necesidad de que parezca una pregunta.

Richard esboza su clásica sonrisa, a modo de afirmación.

—Realmente no consigo entender qué es lo que te divierte o entusiasma de todo esto, Richard. Hacer sufrir a los jóvenes, matarlos, reírte de nosotros como si fuésemos payasos andantes. No veo razón por la que una mente como la tuya pierda el tiempo en mentes como las nuestras.

PerfidiaWhere stories live. Discover now