De un Dulce Aroma y Fantasía

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Cursaba el tercer año y como estaba en el Centro de Alumnos, generalmente me quedaba hasta altas horas de la tarde encerrado en aquella pequeña oficina de ese tercer bloque. Algunas personas, compañeros e incluso otros miembros del CAA, me preguntaban inquisitivamente qué diablos me quedaba haciendo a veces hasta las 9 o 10, a lo que respondía tajante: "Estudio, ¿cómo creen que me saco las buenas notas que tengo?" Por supuesto que me dejaban tranquilo con eso, al menos un par de semanas y por supuesto que era mentira.

Todo comenzó un día en que me atrasé mientras pasaba en limpio la materia que nos pasó el profesor Romero, ya habían salido todos de clases cuando sentí, de la nada, el suave golpe de un perfume particular, me daba la impresión de haberlo sentido en algún recreo, pero no, era distinto a cualquier colonia que usaran mis compañeras, era suave e hipnótico, de hecho, sentí como me arrancó de las tarifas portuarias y me llevó a rodar por un extenso jardín de las flores más exquisitas y variadas. Quizás cuánto tiempo estuve ensimismado, pero cuando volví en sí, el olor seguía. Cerré mi cuaderno y comencé a caminar en pos de la fuente de ese aroma. Mis pasos resonaban por los pasillos vacíos. A lo lejos escuchaba la potente voz de Antonio Leal, por allá por las oficinas. ¿De dónde vendría ese perfume? De una forma que no entendí, la fuente parecía cambiar, moverse. Al final, terminé en el patio, a oscuras, justo en medio de la improvisada cancha. Poco podía ver, pero sí sentía que ahí, a mi lado había algo, o alguien. Me volteé rápido, un poco asustado, pero nada, no había nada y así como llegó, el aroma también se fue.

A esas alturas, sabía que era el perfume de una mujer, no una niña ni una joven, sino una mujer.

Como era de esperarse, el tema me obsesionó. Todos los martes y jueves pasaba lo mismo, a eso de las 19 horas me llegaba el aroma, siempre puntual, siempre el mismo. Entonces yo miraba por la ventana, al patio, esperando inocentemente verla ahí, de pie. Todos los martes y todos los jueves pasaba lo mismo. Me acostumbré a quedarme hasta tarde todos los días, respondiendo a mis compañeros y familia. Me acostumbré a mirar por la ventana a las 19 horas todos los martes y jueves, y también me acostumbré a no ver nada ni nadie, aunque siempre terminaba parado en medio del patio, con el aroma desapareciendo tan abruptamente como me llegaba a la oficina. Por esa costumbre fue que me costó tanto creer lo que vi ese jueves 3 de octubre de 1998. Ni siquiera eran las 7 de la tarde cuando afirmé mi cabeza en mi mano y miré lánguidamente hacia el patio. Para mi brutal asombro, ahí, salida de la nada, estaba Ella. Era una mujer joven, de no más de veinte años, vestida con un traje turquesa, de cabello negro rizado. Su tez blanca, contrastaba con la penumbra creciente, dándole un aspecto algo brillante. Embelesado caminé hacia ella. Me miraba fijo con sus ojos verdes. Sentía que mi corazón me palpitaba en la garganta y que con cada paso se hinchaba más y más, nunca tuve miedo, no de ella. Su perfume ahora era como un huracán, absorbiéndome y llevándome con una fuerza descomunal hacia su figura, entonces, cuando menos de dos metros me separaban de sus ojos, ella me sonrió y me señaló que "no" con su cabeza, supuse que quería que no me acercara más. El vaivén de su cabello duró un tiempo infinito, según yo, tiempo en que me quedé frente a ella, observándola, viendo cada detalle de su perfecto rostro. Así estuvimos un par de horas hasta que ella levantó su mano y me acarició el rostro. Luego me señaló que me retirara; yo, totalmente sumiso, comencé a retroceder hasta que ella levantó su mano y se despidió. Instintivamente me di la vuelta y dejé que ella se desvaneciera con el viento. El señor Huerta me tuvo que abrir la puerta para poder salir.

Como era de esperarse, al día siguiente me vi en la oficina de don Sergio. Me preguntó que qué hacía pasadas las 10 de la noche en el liceo. Primero le dije que si le decía la verdad no me lo iba a creer, para mi sorpresa, se rio y me dijo que probara, que le contara. Así fue como don Sergio Moraga se transformó en la única persona que conoció mi secreto, me señaló que no se lo contara a nadie más porque, claro, nadie me lo creería. También me dijo, serio, que tuviera mucho cuidado.

Esperé ansiosamente que llegara el día martes. El aroma impregnó la oficina puntualmente a las 7, lógicamente yo ya estaba mirando al patio, pero no apareció. Supuse que no debí esperarla de esa forma. El jueves la esperé en el patio, pero dándole la espalda al centro de la cancha. Exactamente a la hora sentí un susurro, el viento agitó el sauce del patio y el aroma de su perfume me atrapó como suaves tentáculos poderosos. Me volteé y Ella me sonreía. Me tomó de la mano y me llevó hasta el sauce, nos sentamos ahí, siempre de la mano. Al cabo de un par de horas, me señaló que me fuera.

Pasaron varias semanas antes de que me hablara. Su voz, la música que salía de su garganta, era la cosa más deliciosa que pude haber escuchado jamás. Me hablaba suave, nunca me preguntó nada, sólo me contaba cosas, ilógicas, la mayoría, pero fantásticas.

Un día me hizo la primera pregunta, "¿qué era ese lugar?"- "el liceo", le dije, "un lugar donde se aprenden cosas". Me miró extrañada: "Se aprenden cosas, ¿así como en la vida?". Me reí, y le dije que sí, que era más o menos así. Ella disfrutó mucho aprendiéndose mi nombre, le parecía curioso, cuando yo le pregunté el suyo, su ceño se ensombreció y por primera vez me habló seria: "No estás preparado para eso aún". Un tenue temblor me recorrió la espalda.

Así pasaron los meses. Caminábamos a veces por dentro del liceo, siempre escondiéndonos de Huerta, Ella le tenía miedo. Siempre andábamos de la mano, incluso cuando estábamos sentados en el pasto o en alguna escalera. Poco a poco fui entendiendo lo que debía ocurrir al final, al cabo de meses, sabía cómo terminaríamos. Gracias a mis andanzas con ella, en cuarto medio mis notas bajaron mucho, demasiado, pero en realidad, quería repetir, quería seguir con ella y un día se lo dije. Ella me miró algo triste, y me preguntó si de verdad quería eso, si de verdad quería estar con ella para siempre, sin dudarlo, le dije que sí. Y así, ese día jueves, ella me susurró en el oído su nombre y me selló los labios asombrados con nuestro primer beso. Nunca había oído un nombre tan hermoso, tan delicado, tan potente. Y nunca más lo oí, porque nunca más podría volver a oír ningún nombre, no de este mundo al menos; ya que ningún hombre sigue viviendo después oír algo así, después de probar los dulces labios de una sirena.

El 24 de junio de 1999, fue el último día en que me vieron en el Liceo Comercial, ese jueves, ella extendió sus alas y me llevó a su hogar, muy lejos de Almirante Neff.

De  un Dulce Aroma y FantasíaWhere stories live. Discover now