I. Sombras

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La noche hacía ya tiempo que había caído sobre la ciudad de Córdoba. La Mezquita se encontraba envuelta entre tinieblas, dándole un aspecto aún más mágico que de costumbre. Su torre se elevaba, plantándole cara a la negrura; siglos de historia se hallaban sumergidos entre sus piedras.

Sahira observaba su libro, absorta en las luchas que en él tenían lugar, sin prestar atención a un paisaje que a ella se le antojaba común. Desde la terraza a la que daba su habitación podía contemplar todos los días ese monumento, y ya no se sentía en absoluto fascinada por su grandeza. Sus ojos marrones, tan brillantes como la misma Luna, estaban viviendo batallas muy lejanas, donde los demonios y los hombres lobo surgían del subsuelo para devorar humanos.

Allí, sentada en un cómodo cojín, podía sentir cómo su camiseta se iba adhiriendo cada vez más a su espalda, de una forma increíblemente desagradable. Suspiró, incorporándose lentamente, a la vez que retiraba por un segundo la vista de las letras y la alzaba al cielo. El calor en aquella ciudad, en su ciudad, era insoportable; las noches de julio eran un auténtico infierno. Además, estos últimos días se había habituado - demasiado rápido - a acostarse bien entrada la madrugada, prácticamente cuando amanecía. Esas eran las horas más frescas... Si es que en Córdoba, en pleno verano, había alguna hora fresca, por supuesto.

No quería dejar de leer tan rápido; un breve vistazo al reloj que adornaba su muñeca le hizo hecho saber que eran las dos de la mañana. La historia estaba en su punto álgido, justo en ese momento en el que dejar de leer sería algo menos que un sacrilegio. Volvió a suspirar, cansada, y se levantó. La terraza no era excesivamente pequeña: su cojín cabía sin problemas, y eso que llamarlo cojín era un eufemismo. No era exactamente un puff, porque era ligeramente más pequeño, pero en absoluto se parecía a un cojín de los que se usan para decorar un sofá. Además, también tenía una pequeña mesa de café, donde solía ir almacenando todas sus lecturas nocturnas. Allí compartían espacio Nietzsche, Cassandra Clare, Tolkien, Rowling, George Martin y, de vez en cuando, también algún manual de Historia. Sahira, a sus solo dieciséis años, podía presumir de haber leído más libros de los que podría enumerar. Había basado su vida en ello y, aunque también sabía cuándo debía salir a dar un paseo, adoraba perderse entre aquel paraíso de historias.

Se apoyó en la barandilla, con cuidado. La judería se postraba ante sus pies. No tenía ninguna queja respecto a su casa; sus padres, ambos médicos, habían trabajado muy duro para poder conseguir una casa en pleno centro de Córdoba. Era una casa antigua, de piedra, y aclimatada a la perfección al clima cálido de la ciudad, lo que les permitía prescindir del aire acondicionado. Aunque bien es cierto que el ventilador era su mejor amigo desde mediados de junio hasta finales de septiembre; a veces, incluso octubre era una buena excusa para usarlo.

Un golpe la sacó de su ensimismamiento, y le hizo darse la vuelta rápidamente. La puerta de su dormitorio se había abierto, pese a que ella recordaba haberla cerrado. Un escalofrío le recorrió la espalda lentamente. Y, a la misma velocidad que aquel sutil aviso de peligro, ella se acercó a su habitación. Quizás pudiera parecer absurdo, pero allí, con aquella luz, la magia parecía más real que nunca. Se le pasaron por la cabeza la cantidad de novelas sobre demonios que había leído. Recordaba especialmente aquella en la que los demonios se escondían entre los recovecos de la habitación, dispuestos a llevarse la cordura de sus habitantes y, en algunas ocasiones, también la vida. Los monstruos que de niña la atormentaban, esos que dormían debajo de su cama, dentro de su armario y en la sombra de detrás de la puerta, cobraron vida por un momento.

Sahira estaba en la puerta de la terraza, la que daba entrada a su dormitorio y, desde allí, pudo observarlo al completo. Su cama, muy amplia, se encontraba justo en el centro. Al final de la habitación, frente a la puerta de la terraza, se encontraba la puerta de salida. A los pies de la cama, a una distancia más o menos amplia, estaba su escritorio; encima de este descansaba su ordenador portátil - abierto, como siempre -, su agenda y algunos libros de clase. A ambos lados del escritorio había estanterías, plagadas de libros. Y, a la derecha de la puerta, un gran armario de color claro.

Efectivamente, la puerta estaba abierta. Y no de forma disimulada, sino de par en par. Como si hubiera sido abierta para llamar su atención. Ella decidió no amilanarse. "Vamos, Sahira, no eres ninguna niña pequeña. Habrá sido una corriente de aire". Inconscientemente, ese pensamiento le hizo reír. "¡Una corriente de aire! Claro que sí. Seguro que ha sido eso. Está el clima para eso, desde luego". Con una sonrisa partida, entró en la habitación y, decidida, salió al pasillo. No había nadie, por supuesto. Tras otra pequeña sonrisa, cerró la puerta y se tumbó en la cama, contemplando el techo. "Demasiada emoción por una noche. El libro puede esperar". Cogió el móvil, que había dejado en una de las dos mesas de noche que acompañaban su cama, y leyó algunos mensajes que le habían enviado. Apresuradamente, vio uno de Marcos, su mejor amigo.

* Sahi, ¿qué tal? ¿Nos vemos mañana? Quería salir a correr sobre las diez de la noche.

Sahira se lo pensó un momento y, finalmente, escribió:

* ¡Hecho! Recuerda que ibas a venir a desayunar a casa mañana. ¿Te espero?

Marcos apareció en línea de repente, como si hubiera estado esperando su respuesta.

*¿Esperarme, tú a mí? Bueno. A las diez estoy allí... ¡Te pillaré dormida, como siempre!

"Qué exagerado...", río Sahira. Buscó el icono del beso, se lo envió, y soltó el teléfono. Los demás mensajes pertenecían a grupos de amigos donde lo más serio de lo que se podía hablar era de la posibilidad de que Jon Nieve no fuera realmente un Stark, sino un Targaryen; podían esperar. Cerró los ojos y, en apenas unos segundos, cayó rendida de sueño.

Quizás le hubiera costado algo más dormirse de saber que unos ojos verdes la observaban desde las sombras de su propio dormitorio.

No le había resultado tan difícil como creía colarse en la habitación de aquella chica. Él, a fin de cuentas, solo cumplía órdenes; la parte moral no le preocupaba en absoluto. Sabía que tenía que llevarla lo más rápido posible a Krison. No sabía para qué exactamente (aunque podía hacerse una idea bastante acertada), pero tampoco le importaba. Llevaba demasiados años trabajando como para saber que había cosas que era mejor no preguntar. Sonreír y acatar órdenes; en ocasiones, ni siquiera sonreír.

La vio asustarse. Pudo sentir su miedo en la punta de la lengua, ácido y amargo al mismo tiempo, un regusto de sentimientos; ella no quería asustarse, pero no podía evitarlo. Algo le había avisado de que aquella señal, esa puerta abierta, no era una simple casualidad. Había alguien en su habitación. En este caso, había algo en su habitación, aunque eso la muchacha no lo sabía, por supuesto.

Jano - que así se llamaba él, con sus enormes ojos verdes - se escondió rápidamente. Quizás decir rápidamente pudiera dar lugar a confusión; su rapidez no era normal, no era nada que pudiera catalogarse con objetivos. Los demonios podían alcanzar velocidades superiores a las del sonido sin ni siquiera despeinarse, y, aunque él no cuidaba demasiado de su cabellera, cumplía con esta regla. Desde una esquina, contempló cómo la chica (¿Sahira? ¿Se llamaba Sahira?) se asomaba al pasillo y, con una sonrisa, cerraba la puerta y se metía en la cama.

Para ser una humana, era especialmente bonita. Jano la contempló como quien contempla un cuadro sin entender de arte, con una actitud crítica y despectiva. Cuerpo atlético, fibroso; no demasiado alta, pero tampoco demasiado baja; pelo a mitad de la espalda, negro como el propio carbón, con unos rizos que le aportaban una apariencia exótica. Su piel era del color del almizcle, y parecía desprender incluso destellos en algunos puntos. Se veía la juventud vibrando en cada uno de sus poros, como si la vida se le estuviera escapando, como si tuviera suficiente como para desperdiciarla. Y, en cierto sentido, era así. Era muy, muy joven. Tenía mucho tiempo por delante. "O eso cree ella", pensó él.

En un momento dado, sus ojos brillaron con fuerza. Jano entrecerró los suyos, como queriendo observarlos con más detalle. Eran grandes, increíblemente grandes para una cara tan pequeña. Marrones, de una tonalidad muy común en aquella zona, pero con una extraña fortaleza que él nunca había visto en un humano. Como si supiera que tenía un desafío al que enfrentarse... Aunque era imposible que lo supiera. Esa niña no sabía de guerras más que lo que había leído en libros. "Libros. Qué forma tan estúpida de pasar el tiempo. ¿Qué le aportaran realmente, aparte de desconexión?".

Desde su escondite, vio cómo se dormía profundamente. Pero no fue hasta que la escuchó respirar de forma pausada y lenta que comenzó a hacer su trabajo, moviéndose con delicadeza, procurando no mover ni una mota de polvo. Aquello tenía que salir bien.

La batalla de los Ángeles CaídosWhere stories live. Discover now