La cena resultó amena para todos los asistentes, descontándome. Mi madre a veces era ruda para expresarse, pero no era una mala persona ni mucho menos iba a convertirse en el prototipo de suegra-bruja a la que muchos hombres temían. En el fondo era una mujer sensible, que había sufrido demasiado e intentaba sobreponerse.

De alguna manera, debo admitir que extrañaba mi hogar, la estufa a leña, el inmenso jardín, los perros persiguiéndome, la luz de las estrellas en el cielo, el olor a pan recién amasado en la cocina, y mi vieja cama.

Cuando terminé el colegio decidí no ir a la universidad, sino que me quedé un año más encerrada en mi humilde casa, cuidando a mi madre y ayudándola con todos los quehaceres mientras me preparaba para las postulaciones.

Salir de casa se sintió más duro, sobretodo luego del incidente de mediados de año con mi padre, luego de eso, la vida familiar no volvió a ser lo mismo.

Mi habitación estaba tal cual la había dejado la última vez, el escritorio lleno de lápices gastados, el armario con la mitad de mi ropa guardada, las muñecas con las que jugaba cuando niña sentadas en una repisa y algunas fotos ubicadas en lugares estratégicos, aunque algo me decía que mi madre había estando cambiando las sábanas de la cama y barriendo el polvo cada cierto tiempo.

Caí en la cama y me quedé mirando el vacío un buen rato, esta vez no había vino escondido, y comencé a anhelar su sabor. Me pregunté si aún estaban guardadas las botellas de mi padre en la cocina, pero no podía comprobarlo mientras mi familia no se fuera a dormir.

Esperé junto a la puerta a que todos se fueran a acostar antes de ir a revisar a la cocina.

Caminé lo más silenciosa que mis pies me permitieron y revolví las estanterías, hasta que encontré lo que buscaba.

En ese momento escuché la puerta de la casa abrirse, busqué desesperadamente un lugar para esconderme, pero no había un solo lugar donde pudiese meter mi cuerpo, salvo la nevera.

No quería encontrarme con Henry, con una botella de alcohol en las manos, a altas horas de la noche. Definitivamente no.

Al ver que no me quedaban opciones, hice algo que jamás en la vida pensé hacer, pero que impulsada por la desesperación, no dudé en cometer.

Abrí la ventana y me subí al pequeño estante que había junto al fregadero, con cuidado, saqué la primera pierna afuera, e intenté alcanzar el piso.

En ese momento, escuché los pasos junto a la entrada y dándome cuenta que no me quedaba más tiempo, me lancé ventana abajo.

Caí con el estómago contra la tierra, y el dolor se extendió por todo mi cuerpo. Pero al menos la botella de vodka estaba a salvo.

Me acomodé de cuclillas en el suelo, para evitar ser descubierta y gateé fuera del alcance de la ventana. Una vez que la seguridad de las sombras me envolvió, apoyé mi espalda contra la pared y respiré tranquila, eso había estado cerca. Comencé a beber bajo el bello cielo estrellado, acompañada por la suave brisa nocturna, disfrutando de un breve instante de calma, que se esfumó tan pronto como escuché el click de la ventana al cerrarse.

Me puse de pie y con horror observé que Henry acababa de dejarme afuera por el resto de la noche. Mis llaves habían quedado adentro, la puerta seguramente estaba cerrada y no había otra ventana abierta a mi alcance.

Estaba perdida. No podía quedarme en la intemperie. No quería dormir con las cigarras y los saltamontes, pero tampoco quería pedirle a Henry que abriera la puerta.

Miré al cielo, aunque a estas alturas, tal vez lo más óptimo era mirar al suelo.

—Lo tenías todo calculado —reclamé, pensando en Eros.

En el fondo sabía que la culpa había sido mía, pero necesitaba echársela a alguien más para poder respirar en paz.

Abrí la botella de vodka e ingerí su contenido, sentada sobre la fría alfombra de césped y tierra, con la espalda apoyada en los muros exteriores de mi casa, bajo la fría intemperie.

Había visto en la televisión que los san bernardo solían dar licor a quienes se extraviaban en la nieve, para ayudarlos a mantener el calor. En una fría noche como esta, lo mejor que tenía para conservar mi temperatura.

Entonces los ladridos de un viejo conocido interrumpieron el silencio. Vi a Sonrisa ladrando insistentemente frente a la puerta, como si supiera que necesitaba que alguien la abriera por mí.

—Sonrisa, Sonrisa —lo llamé en voz baja, para que nadie más me escuchara.

El perro corrió a mi lado tan pronto escuchó mi voz.

Lo recibí con un fuerte abrazo y acaricié su suave pelaje. Sin duda, él era lo que más extrañaba de casa.

—Guarda silencio —pedí en un murmuro.

Sonrisa se acurrucó junto a mí, en completo silencio. Era un animal muy inteligente.

Continue bebiendo de mi botella hasta que vacié todo el contenido, esperando que alguna mágica idea llegara a mi cabeza o que la solución llegara sin más. Al menos, ya no estaba sola.

Me quedé dormida mucho antes de si quiera intentar entrar a casa, apoyada en un suave pelaje canino.

Y a la mañana siguiente, desperté en mi cama, como si nada hubiese pasado. 

Cupido por una vez Where stories live. Discover now