Capítulo 15

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El señor Rochester me lo explicó, de hecho, en una ocasión posterior.

Fue una tarde en la que se encontró por casualidad con Adèle y conmigo en el jardín; mientras ella jugaba con Pilot y un volante de badminton, me pidió que paseara por una larga avenida de hay as, desde donde podíamos vigilarla.

Me contó entonces que era hija de una bailarina de ópera, Céline Varens, a la que había profesado una vez lo que llamaba una grande passion. Céline decía corresponder a esta pasión con más calor todavía. Él, aunque feo, creía ser su ídolo; creía, según dijo, que ella prefería su taille d'athlète a la elegancia del Apolo de Belvedere.

—Y me halagaba tanto, señorita Eyre, la preferencia de esta sílfide gala por un gnomo británico, que la hice instalar en una casa; le llené la casa de criados, le di un carruaje, telas de cachemir, brillantes, ropa de encajes y otros lujos. Resumiendo, emprendí el proceso de arruinarme al estilo clásico, como cualquier otro enamoriscado. Evidentemente, no poseía la originalidad para trazar una nueva vía hacia la vergüenza y la destrucción, sino que anduve por el camino trillado con precisión estúpida sin desviarme un ápice. Como me merecía, seguí la suerte de todos los amartelados. Le hice una visita por sorpresa una noche, sin que Céline me esperase, y me dijeron que había salido. Era una noche cálida y estaba cansado de pasear por París, así que me senté en su boudoir, contento de aspirar el aire consagrado por su reciente presencia. No, exagero, pues nunca pensé que tuviera virtudes celestiales. Lo que flotaba en el aire era el perfume de quemar unas pastillas de almizcle y ámbar, y no el olor a santidad. Como empezaba a asfixiarme con los vahos de las flores del invernadero y las esencias esparcidas, se me ocurrió abrir la puerta y salir al balcón. Había luna y luz de gas, además, y era una noche serena y tranquila. El balcón estaba amueblado con una o dos sillas y me senté, saqué un cigarro y ahora también sacaré uno, si me lo permite.

Aquí se produjo una pausa, que se llenó con el acto de sacar y encender un cigarro; cuando lo acercó a sus labios y expelió un chorro de incienso de La Habana al aire helado y sin sol, prosiguió:

—A mí me gustaban también los bombones en aquellos días, señorita Eyre, y estaba croquant*, perdone el barbarismo, confites de chocolate y fumando por turnos, observando mientras tanto los carruajes que rodaban por la calle de moda hacia el cercano teatro de la ópera, cuando reconocí una elegante calesa tirada por una hermosa pareja de caballos ingleses, vista claramente a la viva luz nocturna de la ciudad, como la voiture que había regalado a Céline. Ella volvía y mi corazón golpeaba con impaciencia contra las rejas de hierro donde estaba apoyado. Se detuvo el carruaje, tal como esperaba, en la puerta de la casa y se apeó mi seductora, exactamente la palabra para describir una enamorada de ópera; aunque estaba envuelta en una capa, un estorbo innecesario, por cierto, en una cálida noche de junio, la conocí inmediatamente por el pie diminuto que se asomó bajo la falda de su vestido al saltar desde los peldaños del carruaje. Inclinado sobre el balcón, estuve a punto de murmurar mon ange con un tono que solo hubiera sido audible para el oído del amor, cuando vi saltar otra figura del coche, también envuelta en una capa, pero esta llevaba una espuela en el pie, que resonó en la calzada, y un sombrero en la cabeza, que pasó por la porte cochère de la casa.

» Usted nunca ha sentido celos, ¿verdad, señorita Eyre? Claro que no; no hace falta que se lo pregunte, ya que nunca ha estado enamorada. Ya experimentará ambos sentimientos; duerme aún su alma, todavía no ha llegado la sacudida que la despierte. Creerá usted que todas las existencias transcurren en un flujo tan tranquilo como el de su propia juventud hasta ahora. Flotando con los ojos cerrados y los oídos tapados, no ve erguirse las rocas del fondo de la corriente, ni oye borbotar las rompientes contra ellas. Pero y o le digo, y fijase bien en mis palabras, que llegará un día a un desfiladero rocoso en el canal, donde la corriente de la vida se convertirá en remolinos y confusión, en espuma y ruido: entonces, o se romperá en pedazos contra los riscos o será levantada y llevada por una ola superior a unas aguas más mansas, como donde me encuentro yo ahora.

Jane Eyre - Charlotte BrönteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora