Traian terminó el último año de preparatoria en un instituto especializado en cuanto tuvo la oportunidad, pero no le concedieron una beca para la universidad, quizá debido a su historial delictivo manchado. Entonces consiguió empleo en talleres de mecánica y estuvo trabajando en dos de ellos hasta que logré graduarme de la universidad. Un mes después recibí una llamada del hospital donde hice mis prácticas profesionales y fui contratada de forma permanente. Con mi salario y yo aun compartiendo departamento con Val, Traian y yo obtuvimos una vida muchísimo más estable. Manteníamos un noviazgo saludable, saliendo al menos tres veces a la semana, almorzando y cenando juntos. Fueron los mejores tiempos de mi juventud.

Cuando me enteré de que estaba embarazada entendimos que algo tendría que cambiar. El dinero ya no sería suficiente, y concordamos en que aquel bebé tendría todo lo que alguna vez llegara a desear. Nuestras plegarias fueron respondidas cuando Antonio llamó a Traian y le comentó que uno de sus amigos era dueño de una agencia de seguridad y que estaría encantado de contratarlo, pues hombres con la contextura física y la altura de mi marido eran lo que más estaban necesitando.

El dinero ya no era un factor que nos estresara; rápidamente nos adaptamos a la nueva rutina, todo por Perssia. Cuando nos sentíamos flaquear, recordábamos que nos esforzábamos por el bebé, para poder ofrecerle una calidad de vida digna. Lo cual no explicaba por qué mi esposo me estaba diciendo que echaríamos a la basura todo el dinero que invertimos remodelando y adaptando aquella habitación. Él estuvo presente en la elección de los tonos lila y celeste, también compró la cuna y ayudó a pintar las paredes.

—Solo quiero mover su cuna a nuestra habitación y poder vigilarla adecuadamente —insistió, suspirando con frustración—. Cuando llegue el momento la trasladaremos aquí. Ella podrá soportarlo.

—El bebé lo soportará, créeme. Me preocupas tú, papá pollito. Ni siquiera ha nacido y ya te estás volviendo un maníaco sobreprotector con ella. ¿Por qué tengo la sensación de que no planeas que duerma en este cuarto ni siquiera cuando crezca?

—Somos sus padres. —Se encogió de hombros, fingiendo inocencia—. Puede estar con nosotros todo el tiempo que quiera.

—Creo que aprender a ser independiente será sano para ti también. Iremos estableciendo límites desde ya. ¿No has leído todos los libros sobre padres primerizos que has comprado? ¡Tienes repleta mi mesita de noche!

—Los leí —se defendió de inmediato—. Y ninguno dice que deberíamos dejar a nuestra hija a su suerte para que un oso o un coyote vengan y se la lleven.

Lo miré, arqueando las cejas. Su entrecejo estaba arrugado y su boca tensa con disgusto. Me miraba con el enojo que caracterizaba nuestras peleas; suficiente carácter como para hacer respetar su punto pero nunca llegando a flagelarme de ninguna manera. Aquel hombre realmente había sugerido que un oso o un coyote entrarían a la habitación para lastimar a nuestra hija recién nacida. 

Aguardé por unos segundos más, intentando darle tiempo para que se retractara de sus palabras, pero volvió a cruzar los brazos sobre el pecho y me miró con rigor desde su posición. No pude contenerme por más tiempo. Me llevé una mano al abultado vientre, otra a la espalda baja, lancé la cabeza hacia atrás y comencé a reír. Mi esposo me observaba con frustración en sus ojos grises pero aguardó a que mis carcajadas se detuviesen. 

—Me alegra que la idea de que animales rapten a nuestra hija te cause tanta risa.

Sequé las lágrimas bajo mis ojos y lo miré con una sonrisa llena de amor. Quería tomarlo de las mejillas y besar ese ligero puchero hasta hacerlo desaparecer. En su lugar, dije:

—Compórtate como un hombre. Esta es la vida real, no el bosque de Winnie the Pooh. Sé más serio.

—Quiero a mi hija a mi lado todo el tiempo.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora