I

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—Despierta.

Lo envolvían el frío, la oscuridad y esa amarga desilusión de abandonar las fantasías alegres del mundo de los sueños para encarar la realidad, tan vacía como desesperanzadora. El rítmico golpeteo de los latidos de su corazón quebraba el silencio desde debajo de las delgadas sábanas de tela que apenas lo protegían del abrazo de aquella madrugada enervante.

Con una creciente intranquilidad ascendiendo por su piel, desvió la mirada hacia el haz de luz de luna se filtraba a través de la única ventana de su habitación. Bajo ella, inmóvil y sigilosa, se dibujaba una silueta humana cabizbaja cuyo rostro permanecía oculto por las sombras.

El sobresalto lo terminó de espabilar. Doblado por la cintura, se arrastró hasta la esquina de su cama, distanciándose de la enigmática figura. La puerta de la habitación estaba cerrada; la ventana, intacta. ¿Acaso seguía soñando?

—Levan —llamó una voz áspera, gélida, distante.

El pavor lo subyugó a los antojos de sus instintos más primitivos al escuchar su nombre: ansiaba vociferar con desesperación, pero nada más que un quejido lastimoso e inaudible escapó de su garganta. Tardó más en recuperarse de su parálisis que en acompasar su respiración. Cuando el pavor ya no dominaba cada uno de sus sentidos, reparó en que podía hablar en susurros.

—¿Quién eres tú?

—Un mensajero —respondió el espectro al cabo de una prolongada pausa—. Tengo un regalo para ti.

La presencia de la figura dolía y quemaba como el hielo, su hedor a muerte colmaba la habitación.

—¿Qué es lo que traes? —preguntó Levan.

La silueta reveló el objeto reluciente que cargaba en una mano antes de alargar el brazo con exagerada parsimonia hacia el estante que se alzaba a su lado y entreabrir una de sus gavetas, que cerró tras abandonar la pistola en su interior.

—Llévate esa cosa —tartamudeó, dubitativo—. Vete y llévatela contigo, no la quiero.

—Jamás la querrás; pero, en cierto momento, la necesitarás.

—¿Para qué?

Pero cierta parte de él conocía la respuesta y temía oírla de aquella voz inhumana.

—Para lo que todas las demás personas utilizan todas las demás armas.

—No soy un asesino —replicó.

El sudor había parado de correr sobre su cuerpo. Cayó en la cuenta de que ya no sentía miedo. No, él había estado aguardando por aquel visitante durante un largo tiempo. Todo parecía encajar.

—Nadie lo es sino hasta que dispara la primera bala —siseó el ser; luego, se alejó a paso lento—. En el momento adecuado sabrás con quién emplearla. —Se encaramó al marco de la ventana y quebró el cristal en pedazos al saltar a través de ella.

—Adiós —se despidió Levan.

A pesar de que la figura se había marchado, aún pudo percibir cómo arrastraba las palabras cuando le ordenó:

—Ahora, duerme.

Así lo hizo.

Sonríe, todos vamos a morirWhere stories live. Discover now