Capítulo 3

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Al día siguiente, Fernando regresó del hospital, con Amelia en el lado del copiloto de su auto. Iban rumbo a casa de él; y para cuando la chica vio el lugar para donde la llevaba aquel muchacho, reaccionó y le pidió a Fernando que mejor la lleve en la suya.

—Mejor llévame para mi casa—decía ella.

—Pero el doctor me dijo que no la deje sola en ningún momento. Además, sólo será por unos días, al menos por ahora, en lo que ubicamos tu casa.

—Pero es que no vivo muy lejos de aquí. De hecho, vivo junto a su casa.

—¿En serio? —dijo Fernando asombrado por lo que acaba de escuchar—. ¿Y se puede saber en cuál de estas casas vive usted, señorita Amelia?

—En la de la izquierda—respondió ella, señalando con el índice el hogar en el que vive.

—Válgame—dijo Fernando, con una expresión perpleja—. ¿Y cómo es que nunca la había visto pasar por estos rumbos? No estará mintiendo, ¿verdad?

—¿Tengo cara de mentirosa? Además, le recuerdo que estoy en mi derecho de ir para mi casa cuando yo quiera.

—Puede ser. Pero da la casualidad de que usted está bajo mi cuidado, y le recuerdo que, hasta que se reponga por completo de sus piernas, usted no podrá hacer cualquier cosa. El médico dijo que no debe de hacer demasiados esfuerzos.

—Estúpido médico.

—Por el momento se quedará en mi casa.

—Ah chinga. ¿Y por qué en la suya? No me va a violar, ¿cierto?

—Ay mi vida, sería lo último que haría. Además, no eres mi tipo ni esta es la ocasión perfecta para eso. Sólo necesitaré que me pueda dar la llave de su casa para proporcionarle todo lo que necesite de allí.

—¿Sabes que podría demandarte y acusarte además de secuestro e intento de asesinato?

—Sé que puede hacer muchas cosas. Pero, por favor, lo único que le pido es que mantenga la calma y no haga tonterías y media, al menos, en mi presencia. ¿De acuerdo?

Una vez dentro de la casa de Fernando, los dos siguieron platicando.

—Esta es mi casa. Muy interesante, ¿no?

—No tanto como la mía, señor—respondió ella, a la vez que sostenía una expresión de fascinación por lo muy bien decorado de aquellos interiores. Los muebles estratégicamente acomodados, el piso limpio y reluciente, y allí adentro se respiraba un ambiente agradable con olor a roble fresco—. Ya me quisiera levantar de esta maldita silla de ruedas—decía Amelia, fastidiada no sólo de estar allí sentada, sino de la situación en la que se encontraba ahora: Convaleciente, impotente y atada a una silla. Si tan sólo pudiera levantarse e irse de allí. Además, se sentía rara y temerosa dentro de aquel enorme espacio diseñado para un hombre soltero, como Fernando.

Deseó darse una ducha, y se preguntaba cómo dárselo. ¿Se lo daría estando sentada? ¿O cómo le haría para cumplir con esa satisfacción personal?

—Quisiera bañarme—lo dijo al fin.

—¿Quieres bañarte? —contestó Fernando, a la vez que observaba a la chica con todo y silla de ruedas. Y añadió: —Puedes utilizar mi baño. El único problema es que sólo tengo artículos de hombre. Tendrías que traer tus propias cosas, a menos que quieras usar mi jabón, mi shampoo y mis toallas para secar.

—No. Tendría que traer las mías, aunque lo de las toallas... ¿Al menos están limpias?

—Normalmente sí, aunque últimamente no he mandado lavarlas, por lo que están un poco percudidas.

El inquilino de al ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora