Su pareja no merecía tal sufrimiento. De por sí Demitre lamentaba hacerle ese daño, sabía que su demonio había esperado mucho por obtener a su compañero de vida, pero no había mucho que pudiera hacer. Solo esperar por su muerte.

—¡El momento ha llegado!

La voz de su padre haciendo eco en el gran espacio lo hizo hacer una mueca.

Era de los conservadores del pueblo, del aquelarre y un líder indiscutible. Un hombre de alta moral que no temía ensuciarse las manos, que siempre tenía una mano para el necesitado. Pero también era un padre frío, casi violento y para nada amoroso.

Fue todo lo que le había quedado a Demitre luego de la muerte de su madre. Su padre y abuelo, dos hombres tan parecidos, pero al mismo tiempo tan diferentes en su relación con él. Su abuelo siempre le había tenido preferencia y su padre, lo creía un estorbo que le recordaba a su amor perdido.

—Padre... —le llamó al sentir el aroma de su loción al estar demasiado cerca. Un perfume que le había regalado en su cumpleaños y que había disfrutado mucho. Nunca creyó que esa escueta sonrisa fuera solo una farsa de aprecio.

Había sido tan ingenuo.

—¡Silencio! —le gritó tras abofetearlo. Demitre abrió los ojos y lo encaró, tragó con fuerza al ver el puro odio en la mirada del que debería amarlo—. Eres una vergüenza para nuestra familia...

—Padre... —murmuró sin aliento, con lágrimas picándole los ojos—. ¿Cómo puedes hacerle esto a tú propio hijo?

Iván miró a Demitre con asco.

—Tú no eres mi hijo —declaró dándole la espalda.

Las palabras callaron cualquier intento de persuasión. Demitre bajo la mirada a sus pies sucios y sangrantes, si tan solo pudiera ser tan fuerte como Aleksei estaría al lado del hombre al que amaba. No muriendo por uno que lo despreciaba.


****

El cielo retumbaba, la inminente lluvia acercándose era secundada por cada trueno que partía el cielo a ratos. Las amenazantes nubes negras se asomaban lentamente, como un ejército listo para devastar todo a su paso.

La gran luna llena completaba el cuadro, estaba a punto de desaparecer bajo el manto negro. Mientras, se mostraba tan amarilla que lograba iluminar la vieja iglesia, así como al grupo de hechiceros encorvados que se movían uno detrás del otro, a paso ceremonial caminaban a lo que sería la peor de todas las noches.

Al menos para él, lo seria.

Los orbes ónix se escondían en las sombras de una de las grandes torres del supuesto lugar santo. Las largas garras se aferraban al ladrillo para evitar caerse, también porque el deseo de caer sobre los miserables era demasiado. Ellos habían robado lo único bello que había tenido en su existencia y osaban en usarlo como ejemplo de una total estupidez.

El que se hubiera entregado al amor no era motivo de ser asesinado. Tampoco que fuera con otro "hombre", pues los hechiceros no tenían mucho interés en ello. Aunque si lo tenían con que se tratase de un demonio, un ser que ellos identificaban como "el mal". Claro que no ayudaba que Aleksei fuera el único demonio dentro del pueblo, pues era lo suficiente poderoso y había sido enemigo de ese aquelarre en particular por mucho tiempo.

Por ello se creían con derecho de acabar con su joven vida, pero nunca lo permitiría, primero tendrían que matarlo. Lo que era casi imposible. Sonrió macabramente al pensamiento de torturarlos por la eternidad, la maldita eternidad que acompañaba su vida.

Los hechiceros eran seres incapaces de entender, tanto como los simples mortales. Ninguno entendía que había cosas que no podían controlar, cosas más allá de su torpe entendimiento. Cosas que no debían provocar. Pero era muy tarde para enseñárselos, para intentar redimirse.

Se movió entre las sombras. Esperando el momento en que pudiera intervenir, aún no percibía a su único, pero pronto lo tendría en sus brazos para reprenderlo. El joven creía que era su labor protegerle, lo que era una tontería. Aleksei podía verse como un jovencito, pero era mucho más poderoso de lo que consideraban.

Tronó su cuello al ver como una cabeza encapuchada se alzaba al cielo, mostrando el rostro entristecido de su viejo enemigo. Anton sabía que su hijo no saldría con vida de esa noche, Aleksei había tenido compasión con el grupo que seguía al viejo, pero el resto... todos pagarían. Cada golpe, cada rasguño que su único tuviera... lo cobraría en creces.

Respiró el olor húmedo de la noche helada, la sangre y el dolor que seguro pertenecían al amor de su miserable vida. Estiró sus brazos a lo largo, su mirada pegada al rostro del anciano. Se dejó caer a unos cuantos pasos de la entrada. Gritos resonaron cuando rompió la fila de hechiceros, su apariencia totalmente descubierta.

Era un demonio. No iba a ser menos que sí mismo cuando rescatase a su Único. Además, debía dejar claro lo que pasaría si volvían a interponerse en su camino.

La larga cabeza se movió de un lado a otro, cuadro sus hombros y rasgo sus garras en el suelo. Humo escapaba de su nariz, así como de su boca.

Anton lo contempló con calma, la que el resto no mantenía mientras buscaban unirse para lanzar hechizos. Los cuales el hombre mayor detuvo con un movimiento de muñeca.

Miró al demonio con calmada conformidad.

—Lo dejó en tus manos, Aleksei del Norte.

Aleksei no dijo nada, no había necesidad. Ambos se dieron la espalda. El anciano se alejó pesaroso mientras el eco de los gritos resonaba a su espalda. El rugido de la bestia, el sonido de los hechizos inútiles. Todo le hacía pensar en que había provocado eso, pero al menos estaba buscando arreglarlo. Tal vez esa sería la única manera de detener tanto sacrificio, acabando con su propia gente.

Era triste de reconocer, pero Aleksei siempre había sido la salvación de ese pueblo.

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