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El sonido de los pasos hacía eco entre los edificios, entre las casas y tiendas. Los aldeanos se apresuraron a cerrar puertas y ventanas, tomar a sus hijos y esconderlos debajo de las camas. En el aire se notaba la tensión, el temor de que vinieran en busca de sangre nueva para sus ceremonias. Los padres de los más pequeños rogaban al cielo porque su puerta no fuera tocada esa noche. Nadie quería la visita de esos seres... porque no podía considerarse humanos a los que sacrificaban inocentes para mantener un poder.

Por más que este les protegiera de los seres oscuros a las orillas del pueblo, aquellos que esperaban por la oportunidad de comérselos.

Muy pocos, los valientes, se atrevían a espiar el mar de túnicas negras que caminaba con paso ceremonial. Escondidos en grupo, listos para presentar lucha por defender a los pocos niños que quedaban después de tanto sacrificio. Pero fueron sorprendidos cuando los hechiceros no se detuvieron frente alguna casa, siguieron su paso en orden y tétrico silencio.

También notaron que no eran tantos como se suponía, era menos de la mitad de lo que eran normalmente.

Los hombres jóvenes se miraban entre ellos, sin entender qué había pasado ―por más que estuvieran agradecidos por el pequeño alivio―, solo se sintieron seguros cuando finalmente el mar de túnicas salió del pueblo en camino al bosque que le rodeaba.

Todos agradecían que no hubiera necesidad de pelear, felices de tener una noche de luna nueva sin tener que llorar una muerte más.

El recorrido siguió.

Los depredadores naturales se alejaron al sentir la presencia acercándose. Las aves se elevaron, los más pequeños cavaron o buscaron un escondite en grupos. Ellos no tenían el mismo conocimiento que los aldeanos sobre el peligro que esos hombres presentaban, pero era suficiente con sentirlo.

El grupo se mantuvo unido, importándole poco el temor que pudieran desatar con su presencia. Se conocían, sabían que eran temidos y adorados en partes iguales. Pero eso poco importaba cuando se adentraron en lo profundo del bosque hasta llegar a un claro natural donde se encontraba la razón de su reunión.

Ese hombre, de apariencia corriente, era de los pocos que no les temía. Cabello marrón, así como sus ojos, piel porcelana y de complexión normal. Nada en ese hombre mostraba lo poderoso que podía ser, incluso parecía un joven de no más de dieciocho primaveras. Pero cuando su mirada se posaba sobre ellos mostraba su verdadera edad, quien no mirase esos ojos con seriedad estaría cometiendo un gran error.

Era el demonio encarnado.

Más allá del conocimiento de los aldeanos o el sexto sentido de los animales, ese hombre solitario sabía exactamente el peligro que representaba tener a los hechiceros detrás de su espalda. No es que le hubiera importado en algún momento.

—Aleksei del Norte... —llamó el mayor de los hechiceros. Un anciano en apariencia, pero de mirada juvenil que se abrió paso entre sus hombres hasta detenerse a la orilla del claro.

Aleksei sonrió, nunca creyó que terminaría en esa posición. Pero ahí estaba, cara a cara con el hombre que había buscado ponerle sus garras durante años. Cuando el hechicero apenas había tenido dieciséis primaveras, mientras Aleksei ya había vivido más de doscientas. Un simple mortal que creía podía detener sus sufrimientos y el de su pueblo de mortales, sacrificándolo. Cosa que Aleksei no miraba, desde cualquier punto de vista, divertido. Aunque si lo era ver como sacrificaban a su misma gente, los mortales eran sus mismos monstruos y se atrevían a verlo a él, así como a los suyos, como los malos.

Era irónico y entretenido hasta cierto punto.

Lo cierto es que disfrutaba molestar al anciano, recordándole que por más que luchará, nunca iba a poder sacrificarlo.

"Prohibido"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora