—Te he traído el desayuno —fue todo cuanto dijo, ofreciéndome lo que traía en la bandeja. Ni siquiera lo miré. Me sentía demasiado enferma para comer.

—Trae las llaves y suéltame. Deja de lastimarme.

Algo de lo que dije pareció captar su atención. Me concedí el privilegio de llenarme de esperanza por un segundo, pero la compasión que vi en sus ojos no se manifestó como yo creía.

—¿Te están haciendo daño las esposas?

—¡Sí! —manifesté con voz desesperada. Él tenía que entenderlo—. Me duele todo el cuerpo, he dormido muy mal. Tengo escalofríos y me siento débil, Sebastián. Libérame para que pueda ir a un hospital.

Parece que su cerebro solo fue capaz de concentrarse en las primeras frases de mi argumentación. Sus cejas espesas se fruncieron en cuanto comenzó a divagar.

—No puedo quitarte las esposas, huirías. Pero si te están haciendo daño... debo solucionar eso.

—¡El cautiverio es lo que me está haciendo daño! —grité, desesperada por que algún rastro de sentido común penetrara en la nube brumosa que envolvía su cerebro—. ¿Qué pretendes hacer? ¿Me tendrás encerrada aquí por el resto de mi vida? No veo un baño ni una ducha. ¿Viviré como un animal? —Sollocé pero ninguna lágrima salió de mis ojos. Ya no quedaban más de ellas—. ¡Reacciona!

Abrió la boca para decir algo, pero pareció pensárselo mejor. Entonces su rostro se contrajo con furia y lanzó la bandeja contra la pared de cemento, creando un reguero de vidrios rotos y comida por todo el suelo. Pasé de estar sentada sobre mis talones a caer hacia atrás por la rapidez con la que cambió de un estado mental relativamente normal a uno más violento.

No me atreví a hablar, observando su pecho elevarse y descender con respiraciones violentas. Comenzó a tirar de su cabello y a pasarse con frenesí las manos por el rostro. Creí ver que le temblaban un poco, lo cual solo me asustó más.

—No pensé en eso. ¡Joder! ¿Cómo pude pasarlo por alto? —Giró de pronto y me encaró, enderezándose en toda su altura. Mi corazón se detuvo—. Ángela... lo siento tanto. Joder, yo... No estoy bien, ¿lo entiendes? A veces no consigo pensar como debería, yo... —tragó saliva, sus ojos suplicándome—. Se me dificulta.

—No entiendo —susurré, impresionada por sus desvaríos y sus cambios bruscos.

Ahora su voz era suave al igual que sus ojos.

—Sé que no lo parece, pero me preocupo por ti. Tal vez ahora no lo veas así... Solo quiero lo mejor para los dos. Nunca he querido que sufras ni que te sientas como un animal. Quiero que estés cómoda a mi lado.

¿Él estaba loco? Me preguntaba si lo decía todo como una broma cruel o si su mente estaba tan distorsionada que él veía esta realidad como algo por lo que yo debería estar agradecida. No entendía cómo una persona sana tendría una percepción tan errónea y retorcida del mundo real.

—Me siento como un animal —conseguí pronunciar, manteniendo la voz baja por temor a otra explosión emocional—, aquí encerrada y encadenada me siento como el ser más miserable del planeta.

—Solo quiero que seas feliz —insistió. Parecía tan seguro que de no estar encerrada podría haberle creído.

—Yo era feliz. Salí adelante y estaba haciéndolo bien. Tenía amigos, familia y una profesión que me daba alegría.

—No lo eras —negó despacio, como si solo él pudiera ver las cosas como realmente eran e intentara ayudarme.

—Lo era, joder —mascullé, enfurecida y con deseos de hacerle daño—. Siempre que has aparecido en mi vida, me has destrozado. Y esta vez has llegado demasiado bajo. Estás enfermo, Sebastián. ¿Me escuchas? ¡Necesitas ayuda psiquiátrica!

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora