Prefacio

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24 de diciembre 1938:

Frederick, caminaba por las calles con la cabeza agachada saludando a cada soldado con el que se topaba en el camino.

—¡Heil Hitler!

Ya no miraba las caras de sus compañeros, su mente se encontraba en Mauthausen, en todas esas miserables personas que permanecían sin esperanza, ¿Qué podría hacer él?, sabía que el destino de todos ellos era morir, pero ¿Qué hacer para que lo poco de vida que les quedaba fuera feliz? no, feliz no, en estos campos ya no existía la felicidad, la mejor expresión seria, menos miserables.

En los pocos establecimientos que aún se encontraban abiertos, visualizó la "esperanza" que les daría a esos desdichados para que su día fuera menos repugnante.

El dependiente de la tienda no vio nada raro en el pedido del joven Standartenführer, y prometió enviar su encargo esa misma tarde sin falta; Nadie era tan loco para negar un servicio a un soldado nazi, mucho menos faltar a una promesa hecha a un Standartenführer no importaba que fuera navidad, su familia tendría que recibirlo un poco más tarde esa nochebuena.

Regresó más animado al campo. Las personas se hacían a un lado cuando él pasaba, agachaban la mirada, y aceleraban el paso; los judíos no eran los únicos que les temían a los nazis, los propios alemanes huían de ellos.

Al llegar al campo fue directo hasta su despacho, en el camino encontró a uno de los soldados a su cargo.

—¡Ve con el Standartenführer Schultz, y dile que lo esperó en mi oficina! — Le ordenó, con ese tono de voz que tanto lo caracterizaba.

El soldado corrió a cumplir su encargo, Frederick tomó asiento en su gran silla de cuero negro, descansó su cabeza en ella esperando a que su amigo llegara. Viktor era su mejor amigo desde hace tiempo y lo consideraba ya como a un hermano, era uno, si no es que el único que compartía su repulsión hacia los nazis y hacía Hitler.

—El Standartenführer Schultz, señor— avisó el soldado.

El joven que entró, era alto, los músculos se marcaban en el abrigo que portaba, sus ojos verdes destilaban ira, hasta que su mirada se posó en su amigo; entonces sonrió, su mirada ahora expresaba tristeza, era el tipo de mirada que solo Frederick le conocía.

—¿Me mandaste a llamar? — cuando estaban solos jamás se saludaban con el saludo reglamentario.

—Si, te tengo una sorpresa, pero necesito que me ayudes. — Le dijo parándose de su silla y devolviéndole la sonrisa; le indicó con la mano que tomara asiento.

—Dime, en lo que pueda ayudarte, lo haré. — le dijo Viktor con convicción.

—Compré regalos para los reclusos, me los entregaran hoy en la tarde-noche en mi casa, ¿podrás ir por ellos? Y tenemos que planear como dárselos; son cosas chicas, fáciles de esconder pero que por lo menos una sonrisa si les sacará— Viktor no vio nada extraño en esta solicitud.

—Claro, tú dime la hora y estaré en tu casa— dijo sonriendo ampliamente — y para entregarlos será fácil, hoy la mayoría tiene el día libre, podemos mantener ocupados a los pocos que se queden mientras uno de nosotros entrega los regalos.

—Sabía que podía contar contigo, a las ocho en punto irán a entregar las cosas, en cuanto llegues planearemos como distraeremos a los demás.

Viktor llegó pasadas las ocho y media de la noche, cargando dos grandes bolsas de basura; dentro tenían los regalos, más algo que hizo que Frederick alzara las cejas antes de preguntar;

—La distracción. — le dijo Viktor a modo de explicación.

Excelente.

Los corazones de AlemaniaWhere stories live. Discover now