Capítulo 1: El rubio de la primera clase

Magsimula sa umpisa
                                    

—Jonathan —comenzó con voz ecuánime—, si en algún momento llegas a tener problemas con Oscar puedes decirme para que yo lo solucione, él puede llegar a ser un muchacho problemático. Siempre tiene peleas con otros alumnos.

—No creo que tenga de qué preocuparse —contestó Jonathan con una pequeña sonrisa de suficiencia. Se creía lo suficientemente fuerte como para librar peleas él solo. Y claro que podía, de hecho era aún más alto de lo que era Oscar, medía un metro con setenta y cinco centímetros. Una altura nada despreciable para un adolecente de 16 años y medio. Por otro lado, su complexión era mediana, ni robusto ni demasiado delgado; esbelto, se podría  decir —Pero gracias —dijo despreocupadamente pasándose una mano por los cabellos negros quebrados y se retiró de allí.

La siguiente clase se trataba de física, cosa que le pareció una tortura. Quizá no le habría parecido así si no hubiera tenido el estómago vacío y hubiera podido concentrarse, pero moría de hambre. Esa mañana no había tomado el desayuno porque su madre no se lo había preparado, y su cereal de bolitas de colores estaba agotado.

Ya comenzaba a morir lentamente de inanición cuando el timbre lo sobresaltó. Con un suspiro de alivio salió disparado a la cafetería. Cuando llegó

gruñó de su mala suerte al encontrar que todo el lugar estaba lleno. Había una larga y desordenada fila para comprar la comida. Chasqueando la lengua llegó y se formó al final. Fulminaba a todos con la mirada cuando de pronto entró el joven todo rubio y blanco a la cafetería. Este chico era como una estrella solitaria en el cielo nocturno, muy difícil de no ver. "Por lo menos no seré el último en obtener el almuerzo" pensó con malicia Jonathan mientras cambiaba el peso de un pie al otro con impaciencia.

Oscar se quedó en la entrada del lugar, pasando la mirada de un lado a otro, hasta que se detuvo en el principio de la gran fila. Allí se encontraba una chica de baja estatura y escasamente bonita. Oscar se acercó y le dijo algo al oído y en cuestión de segundos ambos  se encontraban en la fila listos para pasar. "Maldito tramposo" refunfuñó entre pensamientos Jonathan.

Al fin, luego de maldecir y renegar de su mala suerte, llegó donde estaban las vendedoras y pidió dos sándwiches y una Coca-Cola. Abrió uno de los sándwiches incluso antes de buscar un asiento libre. Con la mirada captó uno al fondo, allí habían puros chicos del primer curso. "Seguramente me caerán bien" se dijo y fue a donde ellos.

Efectivamente encontró que los chicos le caían muy bien, todos eran del primer curso, eso quería decir que tenían quince años. Otra muy buena razón fue que estos chicos eran fanáticos del anime y otras cosas de la misma índole, cosa que a Jonathan le llamaba la atención, por lo que conversaron animosamente por largo rato hasta que el timbre los interrumpió. Fue entonces que Jonathan se despidió de ellos con un gesto de la mano y salió de allí. Cuando ya se encontraba en los pasillos, abrió su mochila y hurgó entre sus cosas. Del fondo sacó un papel de color blanco todo arrugado y lo desenvolvió rápidamente para poder ver que clase era a la que tenía que ir, ya que aún no recordaba su horario de memoria. Al ver que se trataba de la clase de deportes arrugó la  nariz al mismo tiempo que el papel en sus manos y cambió de dirección.

Jonathan era simple e inexplicablemente malo para los deportes, razón por la cual los odiaba. Prefería mil veces hacer cualquier otra cosa, como por ejemplo clavarse un dedo en el ojo, en vez de correr o jugar cualquier deporte. Pero al mirarlo no podrías imaginar que fuera así, porque su cuerpo daba a entender que era muy deportivo, o por lo menos que le gustan los gimnasios... pero no.

Al cabo de unos minutos ya estaba en la entrada del gimnasio. El muchacho se debatió entre entrar o saltar la clase. Al fin entró y allí dentro los chicos de la clase comenzaron a quitarse el uniforme de la escuela y ponerse el de fútbol. Había dos colores, verde y rojo. Jonathan ni siquiera recordaba de qué color era el suyo, así que abrió la maleta que colgaba de su hombro, y que había estado allí desde la mañana, para comprobar que le había tocado el rojo.

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