15. La fuerza de un apellido (I)

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—Lo sé, lo sé.

Lo sabía. Aunque su chip empático mágico no era del todo preciso en ese apunte. No era vergüenza lo que sentía por mi recién adquirido apellido, sino más bien... bueno, aún no lo tenía muy claro.

Desde luego sobra decir que una no se acostumbraba en dos días al paso de ser Diana, una huérfana cualquiera, a ser Diana Weiss, hija de Sydonai Weissman y miembro del Clan Blanco. Había demasiados matices en las tablas de aquel puente como para cruzarlo tan rápido y sin pensar. Menos aún cargando una mochila con la palabra "Weiss" a mis espaldas.

Para empezar estaba lo que Weissman me había comentado en su despacho al presentarnos, que los apellidos tenían un significado diferente en el Mar de Esferas.  No eran sólo coletillas tras el nombre que señalaban hacia uno de tus progenitores, tenían una utilidad más práctica, la de identificar tu especie y rango dentro de ella.

Ahí radicaba el porqué de que mi apellido no fuera el mismo que el de mi supuesto padre. El líder de la especie tenía un apellido que lo distinguía como tal: Sólo había un Weissman en todo el Clan Blanco y ése era Sydonai. A mí me tocaba apellidarme Weiss, cosa que tampoco me importaba gran cosa: Era más corto, fácil de recordar e incluso, personalmente, me gustaba más.

Aunque dicho lo dicho, Diana Weiss no dejaba de ser una fachada. Una cortina de humo. 

Nada había cambiado en mí. Ni me había transformado en otro ser, ni había adquirido poderes mágicos de golpe y porrazo, nada de nada. No era la protagonista de uno de esos taquillazos adolescentes del verano los cuales, visto uno, vistos todos.

Era simple y llanamente humana.

Los papeles que había firmado mi nuevo tutor legal tampoco tenían nada de extraordinarios. No eran más que el típico formulario de adopción, que más tarde había entregado a un sorprendido Georgson (Quien para algo era el líder de la Orden a la que pertenecía mi orfanato).

El hecho de que me adoptaran de una forma convencional evitaría que en la Tierra se formara revuelo alguno entorno a mi desaparición. Al fin y al cabo no había desaparecido: para mis antiguos compañeros, conocidos y cuidadoras, me había mudado con mi nueva familia.

Y problema resuelto. No había por qué usar la magia para todo con soluciones más simples al alcance.

El asunto se ponía resbaladizo al otro lado del espejo mágico. El dichoso Tratado de Paz prohibía tajantemente tanto la presencia de humanos fuera de la Tierra (creo haber mencionado ya que Georgson y los suyos no contaban como tal), como la transformación consciente de los mismos con el propósito de sacarlos de allí.

Weissman no podía presentarme como su hija adoptiva, ya que seguiría siendo humana, por lo cual había elaborado toda la pantomima esa de la hija biológica perdida. 

A pesar de que, en mi opinión, aquella historia tenía más agujeros que un colador, ni el anciano ni Georgson lo habían visto así. Según ellos, dentro del Palacio Cristalino la palabra del líder del Clan Blanco era la ley. Todos confiaban en él y, mientras permaneciera dentro de la Esfera de Realidad que contenía la academia, nadie pondría en entredicho públicamente mi ascendencia o la palabra del director.

Si es que los poderosos que la gente tomaba por santos eran los peores...

En fin... sobra decir que ni yo ni el resto de los alumnos íbamos a quedarnos allí encerrados el resto de nuestras vidas. Sólo era cuestión de tiempo que llegaran noticias sobre mi existencia a otras esferas, surgieran dudas sobre la misma y se comenzaran a atar cabos. Para evitar que tal cosa sucediera y la situación explotase como un camión de nitroglicerina conducido por un mono epiléptico, Weissman había dejado claro lo siguiente:

Debía adiestrarme en el Palacio Cristalino hasta lograr graduarme, y sólo podría hacer tal cosa cuando hubiera alcanzado el mismo grado de dominio de la existencia que poseería una verdadero miembro del Clan Blanco. Según Georgson eso haría menos probable que alguien dudara de mi estirpe, pues si me volvía lo suficientemente poderosa por mí misma, la gran mayoría se negaría a creer que en algún momento hubiera sido humana. 

La apuesta no era sólo arriesgada, sino una locura. Incluso si alcanzaba las capacidades que garantizarían mi libertad nada aseguraba que dicho poder no me matara, como había ocurrido con la humana a la que había conocido mi padre adoptivo en su juventud.

Así pues, tal y como había dicho el anciano: Sólo era un parche temporal, quedaba en mis manos si me llevaba a lo que deseaba, a perderlo todo o a arrastrar al mundo a una guerra.

Había tenido un par de días para darle vueltas al asunto en la tranquilidad de mi nueva alcoba y seguía sin verlo claro, pero al no tener alternativa alguna terminé por asimilarlo.

Después de todo, podría haberme ido peor. Podría haber  muerto a manos de la sombra o haberme adoptado alguna familia de pesados que se pasaran la vida sobrecompensando el hecho de ser huérfana. 

En su lugar me había adentrado en un lugar donde todo parecía posible y hasta había conseguido que Weissman me prometiese...

—¡Diana!

Mi nombre seguido de un par de golpes secos en la puerta de la habitación me hicieron volver de entre los estúpidos tentáculos de mi situación.

Con tanto divagar sobre mi nuevo apellido y sus condiciones había pasado por alto al otro peso muerto con el que debía cargar. 

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora