1. Páramo

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Aquel silencio lo decía todo.

El páramo rocoso que se extendía ante él era un escarpado ambiente de ángulos de piedra que se derramaban hasta el mismo horizonte, todo bajo aquella luz cobriza que iluminaba la pedregosa extensión sobre la que yacían los pies de Pete; las rocas formaban altos picos y formas imposibles, pasajes oscuros y caminos intransitables, y si los observabas de cerca cientos de figuras recurrían la imaginación del observador: un pájaro, un tanque allí, una jodida nube ahí... ¿por que no? El cielo escarlata no mostraba nada que se pudiera contemplar como un cielo, ningún componente de los que se puede asociar a una estratosfera de ningún planeta conocido, ni un sol, ni una nube con la que dejar volar la imaginación, ni una estrella, ni una luna... solo la sanguinolenta fluorescencia de aquel cielo.

 Un silencio así no era lo que comúnmente podemos considerar como tal: no es la mirada sin palabras de dos enamorados en un parque, ni la muda vergüenza de quien ha montado una mueble de dudosa estabilidad; era la total y absoluta ausencia de sonido, como presionar el botón de mute en el monitor y ver a los mudos actores representar una pantomima en pantalla. En cualquier momento, parecía que una voz en off iba a narrar lo que sucedía: Esto no es todo lo que hay, te queda mucho por recorrer, Pete. Hazlo, o no te dará tiempo.

Pete abrió los ojos.  El zumbido del analizador fue aumentando paulatinamente, trayéndole de vuelta al laboratorio, dejando atrás aquel valle y notando como el terror volvía a socavar en su mente. Habían pasado 10 minutos, 15 quizás, pero todo seguía igual, su vida en Astra se había convertido en una eternidad de angustia y temor de la cual solo podía escapar cerrando los ojos.

Recordó como había comenzado todo: casi 25000 candidatos para formar parte de la tripulación de 1000 personas de aquel monstruo de casi 500000 toneladas, la Astra, la mayor plataforma espacial de investigación jamás construida y la que más lejos del sistema solar se iba a establecer; en términos cuánticos, prácticamente estaba ahí, a un paso de la tierra, pero incluso en los tiempos que corrían no podías coger un tren de vuelta si no te gustaba el paisaje.... tenías que quedarte y joderte. O si no, no haberte metido aquí.

Y no fue tan malo al principio, la verdad, los progresos biológicos que se lograron durante los 4 primeros años eran fascinantes, "quien cojones iba a imaginarse que habría agua en un meteorito" o "tio, eso se mueve mucho para parecer muerto ¿no?" fueron los primeros lemas del laboratorio durante esas investigaciones, descubrir una forma de vida tan inusual como insignificante, con tanto potencial bioneuronal, algo que meramente se parecía mas a una piedra que a un hombrecillo verde de Hollywood. La moral estaba por las nubes tras los primeros experimentos genéticos, el LHP-28 (así lo llamaron, Pete nunca supo por qué: el creía que eran las siglas de La Hostia Puta) era perfectamente moldeable a nivel de ADN, prácticamente podían generar lo que quisieran con él, modificarlo, agrandarlo, reducirlo... incluso mezclarlo con otros ADN sin que hubiera rechazo: el ADN de destino acogía el LHP como se recibe a un jeque árabe en un hotel de cinco estrellas.

Todo quedaba tan lejos... que Pete nunca supo por qué se torcieron las cosas, con casi 500 investigadores, con la última tecnología en su poder y jugando a ser dioses con el nuevo juguetito que algún Dios de verdad había puesto en su camino; se preguntaba por qué alguien tuvo que incurrir en el error de pensar que sería divertido jugar con el LHP; se preguntaba quién fue el primero que lo cruzó con ADN de aquella cobaya; se preguntó para qué servían las servo-clausuras si al primer virus infeccioso que apareció recorrió la Astra en su totalidad; y se preguntaba por qué ahora él, un tipo de dos metros de altura, teniente al cargo de los Cuerpos de Contención y Seguridad de la Astra, armado con un fusil de asalto M950, estaba encerrado en un laboratorio con los últimos nueve supervivientes de la base, asustado, y con ganas de volarle la cabeza al primer idiota que abriera la boca para hacer una sugerencia. Por no hacer daño nadie, y sólo por eso, los había encapsulado.

La sala era lo bastante grande para todos, había sido clausurada manualmente, pero se habían abastecido previsoramente justo antes de la cuarentena. Pete cuidaba de ellos, no sabía ni cómo se llamaban, pero se juró asimismo mantenerlos con vida, como si aquel propósito compensara la pérdida de las casi mil vidas que tuvo a su cargo. Los últimos nueve, todos en sus cápsulas de descanso. Les puso nombre a todos y sus nombres eran números, los últimos dígitos de sus ID, Pete pensaba que si no les ponía nombre no lamentaría su pérdida, sus historias en el recuerdo de Pete serían similares a la de un encendedor perdido entre el mugriento suelo de una taberna... lo pierdes sin más, da igual, tengo un planeta llamado Tierra atiborrado de jodidos encendedores.... 

Pete los observaba en sus cápsulas, plácidos y recién alimentados, descansando del terror que les había rodeado los últimos cuatros días, cuando escuchó un gañido procedente de algún punto sobre su cabeza. Ya están aquí, pensó. El pánico recorrió sus vértebras al tiempo que revisaba una por una cada una de las celdas de aislamiento: la 9, bien... la 5 bien..... la 8, bien.... pero algo pasaba con las otras trece, lo que fuese estaba entrando por el techo, al menos de momento, tenía que darse prisa en bloquear de nuevo las celdas de las paredes norte, sur y este. No podía dejarles entrar, tan cerca como estaba de acabar con todo, no podía permitir que esas cosas invadieran la sala: Hazlo ya, Pete, hazlo, casi ha llegado la hora...

CápsulasWhere stories live. Discover now