Todo blanco en Praga

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Habla de dinero con el checo, negocian, cuando desde una de las puertas que dan al hall aparece una chica muy blanca. Su piel parece no haber visto nunca el sol, y está enfundada en un vestido largo de tul blanco. Lenka, dice el checo. Es la hermana. Hermosa. Juan Manuel dice hola, pero ella no responde. Se queda parada sin avanzar, como quien se deja observar un momento. Luego de unos segundos, atraviesa el pasillo hasta un patio de atrás. El checo sigue hablando del pago, que será semanal, y jugando con un papelito entre sus dedos grasientos. Comenta que Lenka no habla, no molesta a nadie. Deja a Juan Manuel que meta sus valijas en el cuarto. No dice bienvenido. No dice nada cordial, sólo se va, con esa tristeza que parecen haber heredado todos en la ciudad.

Juan Manuel elige una de las camas al azar y se queda dormido. Abre los ojos y ve una araña de patas larguísimas, interminables, saliendo de atrás de un cuadro sobre el respaldar. Se levanta agitado, casi grita. Ve el cuadro ovalado sin araña. Malditas pesadillas realistas. Venía bien, dice bajito. Le suele pasar cuando viaja.

Decide buscar algo para beber en la cocina, tiene la boca seca. Cuando pasa por la puerta ventana que da al patio interno, ve a Lenka sentada en una pequeña fuente de agua, también blanca. Hay un pato de verdad. Lenka habla en ese idioma imposible, lleno de tildes y antenas sobre las letras, que él ya vio en los nombres de las calles. Le habla al pato, que sólo camina, como ausente del mundo humano.

A la mañana siguiente se vuelve a despertar un poco nervioso y el libro de Lonely Planet sobre República Checa se cae de la cama. No recuerda bien qué vio en el sueño.

Ese día sólo recorre la ciudad, como una aproximación al campo, busca lugares nuevos, esos que no retrata nadie. Llega a un pasaje casi abandonado, con los bancos de cemento rotos, los pastos crecidos. Lo mejor son los grafitties de las paredes. Y las jeringas junto a un muro. Eso busca, los circuitos de los que huiría un turista común. Trata de escribir la dirección, para volver después con la cámara. Se da por vencido y anota "a dos cuadras del ballet". Durante el regreso cruza al hombre de bufanda y nariz peluda que vio el día anterior. Por alguna razón el tipo se cambia a la vereda contraria apenas lo reconoce. Juan Manuel lamenta no llevar la cámara consigo; ésa hubiera sido una de las fotos que necesita.

Cuando llega al departamento encuentra la ropa que había dejado en un canasto, ahora lavada y planchada sobre la mesa de luz. Lenka está en el patio sobre un sofá de mimbre, mirando al pato nadar en la fuente. Se ha soltado el pelo y tararea algo que parece una canción de cuna. El vestido blanco roza la tierra negra que sobresale de los adoquines. Gracias, dice Juan Manuel al asomarse. Por la ropa. Lenka esboza una sonrisa sin mirarlo ni interrumpir el lalaleo. El vestido de novia no llama tanto la atención como el hecho de que la chica sea tan linda y no quiera hablar, piensa Juan Manuel.

El checo aparece desde el baño comiendo una cebolla como si fuera una manzana, le pregunta cómo va todo, pero no alcanza a escuchar la respuesta de Juan Manuel. Se vuelve a ir, mascullando algo en checo. Administra varios lugares en el centro y siempre regresa después de medianoche. Ocupa el cuarto más grande, con baño privado. Es casi lo único que usa de la casa.

Los días se van haciendo más largos, Juan Manuel se acostumbra al ritmo de la ciudad y a la lluvia repetida. Sale por la mañana a buscar lugares, a veces también personas, para sus fotos. Entra a las joyerías sólo para averiguar dónde están los talleres donde se fabrican los collares de cristal. Habla con los empleados de las heladerías buscando que le cuenten historias de sus abuelos en la guerra. Descubre el caso de un soldado nazi que se suicidó tirándose al río, atado a una pesada estrella de bronce. Anota todo lo que puede en su libreta, promete volver.

Lenka le tiende la cama, le lava la ropa. Le deja masas con mermelada y maní sobre la mesada. Se levanta un poco el vestido de tul, se agacha, acaricia las plumas del pato suavemente, le habla como en secreto. Juan Manuel se escabulle por el hall con la cámara sobre el pecho. Primero se queda en un sillón de la sala, y cuando se da cuenta de que todo sigue el mismo ritmo, camina hasta quedar cerca de la puerta ventana. Foco y click. Fuente, Lenka, pato; todo blanco en Praga. Es una excelente imagen, piensa. Cuando va a disparar nuevamente, con un poco más de zoom, Lenka emerge de su aparente hipnosis, gira y lo mira fijo, como si todo el tiempo hubiera advertido su presencia. Él baja la cámara y simula limpiar el lente, avergonzado. No sabe qué decir, camina unos pasos, sale al pasillo empolvado y de ahí a la calle.

Durante ese día se dedica a sacar fotos de guisos servidos en hormas de pan, en las pulperías oscuras de la periferia. Vuelve al anochecer, conforme con el trabajo. El amigo le avisó que consiguió a quien venderle las imágenes, su tarea terminó. Empuja la puerta de hierro y lo recibe el aroma de la comida caliente. Viene de su piso. Del piso del checo y Lenka, su piso por última noche.

Lenka está parada junto a la mesa recién puesta con platos, cubiertos y copas de vino. Le hace señas de que se acerque y se siente. Él recuerda las fotos que le sacó temprano y le ataca la culpa. Intenta pedirle perdón. Decide contarle algo, le dice que estuvo todo el día sacando fotos de comida, y ahora va a poder probarla. Ella toma una olla de hierro y sirve la carne trozada con una cuchara grande, pone un poco de repollo hervido y tres papas en cada plato. Luego corta un poco de pan con las manos y empieza a comer. Juan Manuel se llena del sabor entre dulce y ácido de la comida. Se siente aliviado de haber terminado las obligaciones. Podría hacer esto toda la vida. Le alegra que ella haya cocinado, que no esté enojada por su acción cobarde. No sabe cómo agradecerle ni qué más decir, le sonríe. Delicioso, le dice, haciendo un gesto con la mano sobre la panza. Se pregunta si el gesto significará lo mismo ahí, u otra cosa, y detiene el movimiento. Ella se mueve de forma educada, toma la copa con su mano blanca y bebe un sorbo de vino mirándolo a los ojos. Él le dice que mañana se va, que ya tiene todas las fotos que necesitaba. Ella se mete un bocado de repollo. Juan Manuel se impacienta un poco, no sabe hasta qué punto la chica entiende lo que él dice. Después de un rato en silencio, sin dejar de comer, le pregunta, ¿vos hiciste esta comida, qué es? Y ella dejando a un lado la servilleta, responde: "Pato".

Juan Manuel deja de masticar por un segundo, pero retoma la tarea intentando expresar que nada ha cambiado. Empieza a escuchar el sonido del agua en la fuente del patio, como si de repente se encendiera una música monótona y molesta. Una brisa hace bailar las cortinas blancas de la puerta ventana. Lenka aún lo mira a los ojos, no se ha movido en todo ese lapso. Él deja los cubiertos y la mira también. Como una imagen que reclama su foco, detrás de ella, en la mesada, hay una tenaza grande sobre un repasador con puntillas.

Juan Manuel corre su silla para atrás decidido a dejar la mesa y alejarse de Lenka lo más rápido posible.

No sabe cuánto tiempo pasa, pero ahora puede ver todas las arañas de patas larguísimas, saliendo detrás de cada uno de los cuadros de la casa al mismo tiempo.

A lo lejos se escucha el reloj astronómico, otra vez, con sus muñecos histriónicos y los turistas apiñados. La mujer del cigarrillo finito ya no está frente al río, sólo quedan dos bollitos de servilletas y unas cenizas. Es una noche cerrada y nadie ve cómo el agua se mueve en agitados remolinos frente al muelle. 

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