Adoraba el sol antes del mediodía. Era una costumbre venir con mi padre todas las mañanas de verano a tomar el sol hasta que mi piel fuera de un tono caramelo perfecto, y cuando eso pasaba nos acercábamos a las grandes cafeterías en la costa y comíamos tanto helado como fuera posible mientras reíamos de chistes que no tenían sentido y algunos sombreros graciosos que llevaban las mujeres en diminutos trajes de baño; todo eso, claro, antes de la tercera guerra mundial en nuestra mansión de Shermond, dónde mis padres me sentaron en uno de los lujosos desmayo y anunciaron que su matrimonio era una baja de la situación, e intentaron recompensarlo con vestidos exclusivos, departamentos en muchas ciudades y hasta mi propia casa de playa en dónde más me gustará; todo eso fue a los quince años.
Desde entonces, y bajo las excusas de mucho trabajo por realizar de mi padre, le había cambiado por mi novio Louis, el chico más caliente de todo nuestra preparatoria, y a mi madre por unas cuantas amigas. Tres para ser específicas: Keytlin, Katherine y Eleonor.
Así que en mi décimo octavo cumpleaños estaba disfrutando de los rayos del sol caer firmemente sobre mi cuerpo, y unas cuantas risas a lo lejos.
-¿L?- escuché la voz de Key desde lo lejos, seguido de una palabrota de su estúpido novio por no poder hacer un buen saqué mientras jugaban, chicas contra chicos-. No seas aburrida, ven con nosotras. Son los últimos días antes de volver.
Levanté los anteojos, oscuros y redondos, y los dejé en la base de mi cabeza. Por supuesto que no iba a participar en un juego infantil de volleyball que sólo servía para que los adolescentes pubertos que llamaba amigos aprovecharan la vista que se les daba.  Aunque lo cierto, es que se veía divertido y emocionante.
-Estoy ocupada, Key. Cuando terminé esto iré- levanté la tapa azulada de un libro que rezaba con un nombre inglés y muchos sir dentro.
Key bufo decepcionada y volvió a su juego como si nada hubiera pasado dejándome ahí, sola.
Algunas aves se habían juntado en el cielo, paseando de izquierda a derecha, atrayendo la atención de cientos de turistas que se acumulaban en las orillas del mar, gloriosas y grandes. Oí como Kath gritó que alguna de ellas se había acercado demasiado, seguida de las risas de otros invitados.
Me levanté poniendo los ojos en blanco, limpiando toda la arena que se había pegado a mi cuerpo como una segunda piel y me alejé de todos esperando encontrar algo de paz para terminar las últimas páginas.
Y no es que quisiera ser solitaria, o una amargada de dieciocho años que no sabía muy bien como ser normal, sólo quería entender como había hecho la protagonista para quedarse con el sir. El lindo y atento sir que me recordaba a Louis varias veces, con su cabello rubio sucio y la sonrisa más perfecta jamás descubierta. O tal vez sus constantes mentiras y excusas para escabullirse era lo que tenían en común. Esperaba que, al igual que en el libro, Louis tuviera una boda planeada en el mejor de los lugares de Inglaterra. Eso quería creer, incluso hasta lo había empezado a sospechar, por las entradas silenciosas en la madrigada o que no contestaba su celular por horas.
Encendí la pantalla del mío, y lo miré con una cara que debía rogar pero no llegó nada.
-¡Cuidado!- gritó alguien, un chico desde una de las tiendas cercanas.
Y aunque su aviso me hizo girar hacia una roja pelota que apuntaba directo a mi cara, no fue suficiente para evitarla y caer de trasero sobre la caliente arena.
Sentí el rubor subiendo desde la punta de mis pies conforme los rostros desconocidos volteaban curiosos y reían sin ningún disimulo.
Esto era lo único que necesitaba. Pequeñas lágrimas se formaban en las esquinas de mis ojos a punto de estallar como una bomba nuclear cuando una mano apareció. Luego un brazo, y luego el chico que me había avisado.
Pude notar que debía de ser de la zona porque tenía un bronceado que no se podía conseguir ni con un mes en la olla, que contrastaba perfecto con sus azules ojos.
Tomé su mano pesada, y sin ningún esfuerzo me levantó de la arena a la vez que le lanzaba una mirada asesina al chico que había tirado la pelota.
Giró su mirada a mi de nuevo y me ofreció una sonrisa ladeada después de una leve (e intensa) revisión de mi cuerpo de norte a sur.
-Fue un error John, lanzala de nuevo.
John, alias el chico tienda, agarró la pelota entre sus manos y la estalló dejando un parche carmesí en la arena.
-Gracias- dije nerviosa aferrando mi libro al pecho.
-¿Estás bien?- respondió él, dándome una última revisada.
-Lo estoy. No te preocupes siempre termino en el piso.
Una de sus pobladas cejas oscuras se levantó por un segundo más de lo debido, posando una sonrisa nueva en su rostro.
-Yo me refería a que soy muy torpe- aclaré.
-John-se representó-. John Blackburne.
-Leyla Jules.
-¿Segura que éstas bien?
-Segura. Pero debo irme-le corté alejándome lentamente-, fue un placer Blackburne.
No esperé una respuesta mientras corría al otro lado de la playa, con el corazón en la mano pensando en mi perfecto novio que debía estar esperándome con un especial almuerzo por mi cumpleaños.

Con el paso de los minutos me convencí que el ritmo acelerado de mi corazón y el calor en las mejillas se debía a la vergüenza y no al misterioso habitante. También noté que entre más cerca estaba de las cabañas blancas, con ventanales enormes, menos gente había.
Me enfoqué en la 26-B. Era un poco más pequeña que las otras pero eso era lo que me gustaba (había convencido al vendedor que la única manera de igualar su precio era con un jacuzzi trasero). Tampoco tenía coches afuera como las demás pero si dos arbustos pequeños con flores rojas que empezaban a secarse y una puerta plateada que anunciaba mi entrada.
-¿Louis?- dije a la vez que dejaba las llaves sobre una de las decoraciones.
Caminé hacia la cocina, ahogándome en el dulce olor a limón pero no había nadie ahí-. ¿Louis?
Tenía trece años cuando conocí oficialmente a Louis. Era el nuevo en la clase, y en la ciudad, después de que sus padres decidieran mudarse de Alemania a nuestro tranquilo pueblo. Nadie se acercaba a él, y aunque le rodeaba un cierto aire de superioridad, lucía asustado. Así que después de la segunda hora, en clase de biología, me armé de valor suficiente para hablarle. Todo después de ahí fue muy fácil. Creía que me había enamorado, al cumplir catorce, y coincidimos en sentir algo en inicios de los quince; finalmente a los dieciséis formalizamos y para los diecisiete éramos envidiados por todos.
Yo sabía que algo había cambiado.
Podía empezar a notar sus defectos, y la falta de química que siempre nos rodeaba. Incluso, cuando me besaba solía terminar en el baño buscando un trapo para quitar el rastro de baba que dejaba en mí. Lo que era repugante. Pero nunca tuve valor para terminar lo nuestro porque era lo único constante en mi vida.
Hasta ahora.
Louis se apartó de la chica tan asustado como si estuviera frente al mismo diablo y perdió todo el color de su rostro, balbuceando algo que no podía terminar.
-Puedo explicarlo- dijo al final, con una nota por encima de su voz, abotonando los cinco botones marrones de su camisa.
-Apuesto que sí.
Normalmente tenía total control de mi carácter.
Mi madre me había enseñado que una dama rara vez pierde el control de si misma; por lo que me mantenía siempre con una sonrisa en los labios y palabras cultas hacia todos los que me rodeaban ganándome cierta fama de niña buena. Pero al ver a la chica rubia, con su labial rojo corrido y semidesnuda en mi casa con una sonrisa en la cara hizo que todo eso se fuera por el caño.
-No es lo que parece, L.
-No me digas que tus labios se toparon con los de ella por casualidad y terminaron en ropa interior.
Louis se removió un poco, mirando entre la rubia  y yo, finalmente acercándose unos pasos.
-L...
-Largo-le corté, apuntando la salida-, no quiero volverte a ver.
No sé si fue por mi tono furioso, las lágrimas que mojaban mis mejillas o que la rubia lo empujó un poco, Louis cerró la puerta dejándome sentir por primera vez en mucho tiempo realmente sola.
Lo sabía, me dijo una irritante vocesita en mi cabeza, y tu que planeabas hoy...
No terminó la idea.
Subí las escaleras de dos en dos y me eché a la cama, pensando en la posibilidad de que no fuera la primera vez qué esto pasaba y sólo imaginarlos en mi cama fue insoportable. Tiré todas las sábanas al suelo y me acosté a llorar como un bebé, alcanzando el frío celular y escribiendo en mayúsculas S.O.S a tres destinatarios

Cada verano tiene una historiaWhere stories live. Discover now