II

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Cada día era diferente, y yo intentaba aferrarme a ello. Una niña no debía basar sus tardes buscando una nueva familia, encerrándose en una coraza sin salidas en busca del silencio ajeno al lugar que debía llamar hogar. Al paso del tiempo, el chirrido de los columpios oxidados se empezó a volver la melodía más dulce de mi vida, ya por su significado, ya por sus predicciones.

Una niña debía pasar sus tardes con juguetes, o con sus amigos, no en un parque alejado de la mano de Dios, donde las malas hierbas tenían el poder sobre el terreno.

Todavía recuerdo el significado de los gritos, el hecho del por qué huía de ellos. Papá y mamá, estaban siempre discutiendo. Una pelea constante en la que mi hermano mayor o 'la suegra' siempre eran el centro de atención. Me imaginaba a la segunda como un terrible monstruo de ojos rojos, dientes amarillos y garras largas y mortíferas, o así parecía según la descripción de mi padre. Mamá, por su lado, lloraba. No porque papá la hiciese daño, no. Decía que el problema, era el espacio que ha dejado mi hermano al irse a otro país tan lejano, que su nombre era demasiado difícil como para que una niña como yo lo pudiese pronunciar.

Pero cuando venían los amigos, se llevaban bien. A veces, deseaba que se quedasen para siempre, y hacer así las sonrisas de sus labios duraderas y hermosas, pero no. Al sonido del clic de la puerta, yo ya tenía mi mochila preparada, con todas las cosas que una niña creía esencial, y poder salir corriendo de ahí. Me gustaba irme antes de que empezasen a pelear, y así pensar que en realidad, esa tarde no iban a hacerlo. Para poder pensar que esa tarde iban a ser felices.

Pensaba, de vez en cuando, que mi vida era igual a las demás, que un día, papá y mamá dejarían de pelearse, y empezarían a quererme como los papás de mis amigas las quieren a ellas. Que de vez en cuando vendrían a recogerme con la merienda junto a ellos, además de un abrazo que me diese calor en invierno. Que me cogerían de lo que era mi pequeña mano, que tan sola parecía.

Que un día empezarían a tratarme como si existiese.

Yo esperaba ese día, y por el trayecto, iba al parque a mirar. Dejaba la mochila en un lugar donde las altas plantas habían desaparecido, y dejaban a la vista un suelo seco y del color de la arcilla húmeda, para no perderla después. En aquel parque tenía a mi paso un camino que se ramifica en muchas opciones donde escoger.

A veces, mis profesores me decían que tenía la cabeza en las nubes, otra cosa que tampoco entendía. La cabeza estaba pegada al resto de mi cuerpo, no podía llegar al cielo. Quizá la de una jirafa sí, o la trompa de un elefante, pero la mía no. También, que hablaba como una señora mayor, pero cuando miraba a mi abuela, veía que tenía la piel muy arrugada, sin embargo, la mía seguía tan pálida y lisa como siempre. A veces pienso que soy así por estar tantas horas sola, escuchando en aquel parque todo lo que captan mis oídos, intentando evitar que mi mente vuelva a casa.

Al final del parque, más allá del alto césped de colores apagados, había una fila de árboles que marcaban en inicio de un bosque cuya envergadura no llegué a descubrir. Decidí adentrarme, algo peligroso para una niña tan pequeña y despistada como yo. Yo no tenía un robot con voz de chica que me decía por donde ir como el de papá y mamá, pero quería saber más sobre aquel parque que hace ya tiempo había bautizado como mío.

Lo que vi en aquel lugar me dejó como una estatua, y por primera, me sentí verdaderamente maravillada. Fácilmente, podía pasar sin chocarme con las ramas de los árboles, era demasiado bajita para preocuparme por eso, pero aún recuerdo los cortes de las zarzas y otras plantas que tapizaban el suelo, recordándome que no debería estar ahí. Recuerdo como escocían, además de la sensación de la sangre empapando mis leotardos malva. Posiblemente, fue ese el día en el que descubrí lo que había bajo mi piel, aquel símil con la naturaleza.

Estuve a punto de pisar algo muy muy muy valioso, y habría sido algo que jamás me habría perdonado. Entre las hojas secas, que crujían bajo mis zapatos de tira negros, había algo que no se oía, pequeño e insignificante comparado contra los gemidos de la ciudad. Si no me hubiese tropezado con aquella raíz que al principio tanto daño me hizo en la rodilla, no lo habría visto. Al caer, un pájaro, recubierto de de un manto marrón de hojarrasca me devolvió la mirada.

-¿Qué pasó, pequeñín? -pregunté, a sabiendas de que no me entiendía. Busqué el lugar más cómodo que mi ropa o cuerpo puedan crearle. Me até la chaqueta, para crearle una cama mientras observaba el bosque. Las ramas me señalaban, obligándome a encontrar la casa del pájaro lo antes posible.

Bingo. Ahí empezaba mi camino hasta una de las ramas más altas de uno de aquellos árboles de corteza oscura como tierra húmeda. Empecé a subir, buscando la forma en la que el pequeño pájaro no sufriese daños, mientras mis manos eran atacadas por las astillas sobresalientes de este. Las rayas de la corteza, me guían hacia arriba, hasta llegar a la rama indicada.

El nido estaba intacto, lo que indicaba que bajo mi cuidado tenía un diminuto psicópata que tenía que volver a dejar en su refugio de ramas, pero allí sucedió algo más.

Cuando alcé la vista, el paisaje ante mí me invadió los sentidos, y mi cerebro empezó a actuar por impulsos. Me sentí empujada por aquellas mismas ramas que me señalaban con malicia. Su benevolencia era la que me llevaba hasta el final de la rama. Ignoraba su leve temblor, no importaba. El cielo me extendía sus brazos, y yo era incapaz de negarme a aquella oferta, a la posibilidad de liberarme de aquellas cadenas que me ataban desde siempre.

Me dejé caer de aquella rama, y por fin empecé a... Volar.

VolarWhere stories live. Discover now