CAPÍTULO II: El Santuario de los Misterios

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A Rijna no le llevó mucho tiempo aprender el lenguaje de los lugareños. No le gustaba la intromisión mental, violentar la conciencia de alguien sin necesidad. Por eso no tardó en estar hablando normalmente y sin dificultad alguna en la lengua nativa de quienes la consideraban un ser tan divino como la propia Diosa.

La comunicación más fácil conllevó que los trabajos avanzaran deprisa y todo el entorno de la aldea se transformó aceleradamente. A los cinco años el Santuario ofrecía ya un aspecto majestuoso: se había acondicionado una explanada de unos cuatrocientos metros de lado, circundada por un perímetro de más de kilómetro y medio de murallas. Estas se confeccionaron con un mortero especial, cuya composición había facilitado Rijna a los constructores. Su solidez la atestiguarían los tiempos venideros. En la fachada sur, dos esbeltas torres en cada esquina vigilaban la llanura cruzada por la corriente fluvial que abastecía a Dilos. En el centro de dicha parte de la muralla, un pequeño castillete guardaba la gran puerta de acceso, uno de cuyos batientes estaba labrado bellamente con imágenes de la venida de la sacerdotisa mientras el otro mostraba la imagen misma de la diosa.

La fachada norte estaba ocupada en su centro por un espléndido templo dedicado a la divinidad lunar, el cual ofrecía en su frontón principal, mirando al sur, una escena de Rijna sentada sobre una media luna surgiendo de entre las olas. Sus manos asían los cuernos lunares mientras una multitud de rayos brotaban del talismán que colgaba de su cuello. En el friso aparecían esculpidos muchos de los trabajos que habían culminado en esta obra esplendorosa, así como las actividades cotidianas de las humildes gentes de Dilos: imágenes de la siembra, de la cosecha, de las redes llenas de peces, de la caza en los bosques cercanos y de las fiestas y comitivas religiosas. La parte trasera del templo estaba adosada a la muralla, estando las otras tres caras antecedidas de un porche columnado sobre un basamento de tres escalones. Pasada la puerta de entrada al templo, se penetraba en un recinto rectangular donde, bajo la difusa y suave luz de algunas lámparas en las paredes, se podía admirar una copia grandiosa en mármol de la humilde talla venerada por los aldeanos anteriormente. Dicha talla no había desaparecido, sino que seguía adorándose en una pequeña capilla, en la parte izquierda del templo.

Recubierta de un baño de plata, firme sobre un alto pedestal, se cernía sobre un estanque que simbolizaba el mar, un estanque de aceites perfumados en el cual flotaban pétalos de multitud de flores diversas. Una gran cantidad de ofrendas de todo tipo se iban acumulando alrededor de la esbelta figura.

Fuera ya del templo, a ambos lados, se veía un lienzo de muralla con sendos bancos corridos, sombreados en cada caso por varias palmas de grandes hojas abiertas en amplio abanico, como heraldos del cercano mar. Y más allá de los asientos de piedra, muy utilizados por los fieles, comenzaban dos grandes edificios anexos, las viviendas para los colegios sacerdotales. Porches de arquería a todo lo largo, delimitaban un primer piso, mientras el superior estaba cubierto de hileras de ventanales tras los cuales se adivinaban las celdas de los colegiados y encargados del culto. Dichos edificios de la parte norte del perímetro se continuaban por otros en ángulo recto en las murallas este y oeste, dedicados esta vez al alojamiento de los numerosos sirvientes del Santuario, además de cubrir otras necesidades comunes como almacenes, cocinas, laboratorios o herbolarios.

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