La Congregación del Libro

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DEDICATORIA

A la memoria de Isaac Asimov



Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

(3ª Ley de Arthur C. Clarke)

                                                               CAPÍTULO I

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                                                               CAPÍTULO I

                                                                La venida







En la costa noroeste del Continente Central de Terrania, hay una pequeña ensenada que hace de puerto pesquero para la aldea de Dilos. Una de sus orillas presenta un afloramiento rocoso, de no mucha altura, donde los aldeanos han tallado un sencillo santuario dedicado a la Diosa de la Luna. Desde la arena parten dos escaleras pétreas de poca altura, a izquierda y derecha de un amplio saliente cuya pared del fondo se ha alisado, y en la cual hay una hornacina para depositar la imagen de la diosa en las celebraciones religiosas.

En el atardecer del equinoccio de primavera, la figura sagrada es sacada en procesión de su recinto en la aldea, traída a hombros de sus fieles hasta el borde del mar y colocada en la hornacina. Después, los habitantes del poblado cubren de ofrendas la cornisa que la sustenta e iluminan la imagen con antorchas fijadas a la pared y lámparas llenas de aceites perfumados. Allí, en alegre fiesta sobre la playa, esperarán la llegada de la noche y la gloriosa subida de la divinidad en el espacio estrellado. Entonces, con la Luna resplandeciente en el firmamento alumbrando la tierra y las suaves olas marinas, sacrificarán el cordero lunar, la víctima que propiciará las bendiciones sobre los campos, los ganados y las redes de los pescadores.

Una primavera más, en la aldea de Dilos todo el mundo se preparaba para los actos cultuales. A la caída de la tarde, los aldeanos empezaban a formar la comitiva que se dirigiría a la morada donde la diosa habitaba durante todo el año, situada en el centro del caserío. Las Vírgenes llevaban el preciado manto, tejido con esmero, con el que cubrirían la noble madera de la talla sagrada. Eran las primeras autorizadas a penetrar en la casa divina.

El santuario aldeano consistía en un recinto rectangular con un muro bajo de piedra, continuado en adobe hasta una altura aproximada de dos metros y medio. En el centro, dos grandes columnas de madera, unidas en lo alto por una gruesa viga horizontal, sostenían los largos varales que desde la pared de adobe iban a confluir en dicho travesaño. Esta especie de tejado a dos aguas aparecía cubierto de haces de maleza seca perfectamente dispuestos. En el centro del tejado se había dejado un hueco por donde pudiera salir el humo originado por los incensarios y el fuego sagrado, cuyas brasas nunca se apagaban.

Entre las columnas, un modesto altar sostenía la figura de la Diosa de la Luna, iluminada por la tenue luz de dos lámparas de aceite. Mientras las Vírgenes se ocupaban de vestir a la imagen con el manto procesional, el gentío seguía entrando alegre, rompiendo el silencio del santuario e iluminando su interior con multitud de pequeñas lamparillas de cera, listos para sacar a la diosa y dirigirse a la playa cercana. Una vez estuvo vestida, gran número de fuertes brazos levantaron, entre aclamaciones, el palanquín donde se asentaba la talla. Finalmente, empezaron a caminar con él hacia el exterior, sumergidos en el sagrado rumor de los cantos divinos y en el tañido de instrumentos con extrañas resonancias sonoras.

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