Preludio

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"El cuervo que se robó a la rosa"

¿Cuántas palabras pueden romper un corazón?

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¿Cuántas palabras pueden romper un corazón?

Mamá, amante del azúcar y los postres fríos, decía que sólo hacían falta cuatro palabras para reducir a polvo y cenizas un corazón rebosante de vida: se acabó el helado. Por el contrario, mi padre, el infame donjuán, afirmaba que únicamente necesitabas de dos, y que él mismo las había escuchado en más de una ocasión: tengo novio y eres feo. Ambos se echaron a reír después, sin tomarse en serio la pregunta.

Personalmente no me había detenido a pensar en ello. La pregunta carecía de importancia y era algo que había dicho en un momento de bromas, cuando tenía diez años y nos sentábamos en el patio a mirar las estrellas.

Descubrí la respuesta meses después, cuando mamá sufrió el accidente en coche que le quitó la vida.

Mis padres estaban equivocados. Para destruir un corazón, no necesitas palabras. El doctor no pronunció alguna después de que papá le preguntara acerca del estado de mi madre. Sólo sacudió la cabeza en forma de negación, y mi padre se desmoronó en cuestión de segundos.

Después de eso, sólo había empeorado.

El funeral se llevó a cabo bajo el cielo encapotado. Recuerdo con claridad cada sensación que tuve aquel día, como si apenas hubiera sucedido ayer. Hacía frío y las gotas de lluvia caían como agujas de hielo, clavándose la piel de las personas desprotegidas y el plástico de los paraguas. El repiqueteo constante me ponía nerviosa, pero en aquella ocasión me permití perderme en el sonido, porque era la única manera de ahogar el llanto de mi padre. Si me esforzaba y miraba a otro punto lejano en donde no hubiera prendas negras y lápidas de mármol, podía fingir que sólo estaba de paseo por el parque en un día lluvioso. Era una buena forma de evadir la realidad.

Fue de esa manera en que lo encontré, sin siquiera estar buscándolo. El encapuchado se encontraba en el entierro de mamá, a una distancia segura de la multitud. Su rostro permanecía en las sombras, por lo que aquel gesto distante que le caracterizaba estaba oculto bajo la capucha.

Lo vi por primera vez el día anterior, poco después de que en el hospital declararan el fallecimiento de mi madre. Se marchó a los pocos minutos, y yo había pensado que se trataba simplemente de una ilusión, de una jugada de mi mente aturdida.

No era así.

El encapuchado arrastraba un aura fría que me provocaba escalofríos. Mirando de soslayo a la gente que me acompañaba, noté que nadie más era capaz de verle. Cuando se lo enseñé a Beth, ella siguió la dirección de mi mirada y negó la cabeza cuando sólo encontró vacío. Me preguntó en un susurro si estaba bien.

-Allí no hay nadie.

-¿Estás segura?

Evitó responderme y yo tomé aquel gesto incómodo e inquieto como una invitación para alejarme de la multitud. Los gritos desesperados empezaban a darme mareos y tenía la certeza de que, si no salía de allí, iba a desmayarme. Papá estaba rompiéndose y yo no quería presenciarlo de cerca.

Abracé mi pecho y caminé en su dirección, sin quitarle la vista de encima. Era mucho más alto que aquella escuálida preadolescente, pero de repente me dio igual. Estaba exhausta. Echaba de menos a mamá y quería respuestas. Quería que alguien, aunque fuera un mero fruto de mi imaginación atormentada, me dijera porqué mi madre me había abandonado de esa forma. Necesitaba que me susurraran que todo estaría bien, porque mi vida se estaba escurriendo de entre mis dedos, y yo deseaba ser fuerte. Porque mi padre estaba destrozado y alguien tenía que estar de pie y completo para poder sostener sus piezas y evitar que se desmoronara hasta el punto de que fuera imposible volver a repararlo.

Él no se movió. Parecía un fantasma. Quise poder decirle algo, pero sólo atiné a abrir la boca para después cerrarla. El encapuchado hizo un breve gesto de negación y yo lo tomé como una advertencia. Dejé que mis brazos cayeran. La rosa que sostenía con fuerza se resbaló de mis manos. Los pétalos blancos se mancharon de barro.

Sacudí la cabeza y sin pensar bien en lo que hacía, movida por algún pensamiento irracional, le saludé. Pensé que no respondería, a fin de cuentas, parecía una ilusión que se desvanecería en cualquier momento, pero una mano pálida como la nieve imitó mis movimientos, devolviendo el saludo.

Busqué a papá entre el gentío y cuando volví a mirar atrás, él ya no estaba. La rosa desapareció dejando desperdigados solo un par de pétalos blancos.

Volví a verlo, seis años después y las circunstancias de nuestro encuentro nunca cambiaron.

Después de todo... aquel día inició el problema mayúsculo que acabó con mi vida.

N/A:

A partir de aquí, los capítulos están editados.

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El Portador de la Muerte | Libro 1 EN EDICIÓNWhere stories live. Discover now