CAPITULO 1. CIENNEGA

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Abrí los ojos repentinamente, exaltada, mientras el sueño que había tenido, y que ya no podía recordar, se disipaba al son de Jim Morrison cantando The end.

-¿Mal sueño? - preguntó una voz y yo, con los ojos adormilados aun, asentí suavemente. Aun divagando entre el mundo de los sueños, alcancé a vislumbrar un enorme letrero que decía: "Oregón: Alis volat propiis".

El estado de los castores.

Mientras el paisaje, ahora un extenso borrón verdoso que impedía apreciar realmente su belleza, se desvanecía en mi memoria hasta convertirse en humo de chimenea en invierno y yo, nostálgica como estaba en ese momento, me permití oler el jengibre, la calabaza, la vainilla, todo aquello que dejaba atrás.
Aun rodeada por aquella infinidad verdosa, recordaba la comodidad del viejo sillón de cuero de papá donde me sentaba cuando él salía los sábados a correr. Oía el canto de mamá mientras cocinaba tantos pasteles que se terminaban al instante. Las peleas matinales sobre quién olvidó llenar el tanque del auto, el olor a tierra mojada, el chapoteo de mis botas sobre los charcos de agua de camino a casa, las risas de mis amigos en aquella cafetería frente al lago, el sonido de los pájaros en las copas de los árboles junto a mi ventana, el calor en primavera, la nieve del invierno, las lluvias de verano, el crujir de las hojas del otoño...

Estaba tan sumergida en mis recuerdos, que me tomó por sorpresa cuando mi hermano estiró uno de sus dedos hacia mi mejilla, limpiando la lágrima solitaria que había derramado.

Me regaló una sonrisa de oreja a oreja, apretando mi mejilla suavemente en el acto; Ethan, cinco años mayor que yo, 1.80cm de piel bronceada tapizada de pequeñas pecas, con el cabello rizado color cobrizo y los ojos color ámbar a contraluz.
Apenas unos segundos después, regresó su mirada ambarina hacia la carretera, y yo volví hacia el paisaje nuevamente, capturando todo en mi memoria... tampoco es como si fuera fácil para una mente como la mía olvidar algo, pero era mejor que no hacer nada.

Las palabras de mamá resonaron en mi cabeza una vez más, el día que se despidió de nosotros:

"-Cariño, ni siquiera notarás la diferencia."

Pero sí la noté. Y decidí que Norteamérica no me gustaba ni un poco, principalmente porque no llevaba ni siquiera un día y me sentía como un oso polar en el Sahara.

Solté un suspiro pesado, ruidoso, ya sin intenciones de ocultar mi estado de ánimo ni un poco.

Extrañaba Londres. Muchísimo.

Repentinamente, la ventana donde recargaba mi barbilla se bajó y el aire caliente del verano entró de imprevisto, desordenando mi cabello, impregnando el interior con un fuerte olor a granja y mar.

-¡Oye...! - le grité a mi hermano, y como respuesta me regaló una sonora carcajada -¡No es gracioso! - pero sus carcajadas me decían que pensaba lo contrario.
Tomó mi mano repentinamente:

-Ánimo, hermanita. Vas a ver que las cosas van a mejorar mucho más ahora. - y me regaló una de esas sonrisas cálidas que tenía, intentando contagiarme con sus ánimos.

Fue entonces que el auto entró en la civilización después de mucho andar, y pude finalmente apreciar el lugar: "Bienvenidos a Ciennega*, el hogar de los orgullos Grizzlies", se erguía el letrero enorme, de más de cinco metros de altura, pintado en un deslavado turquesa con letras blancas, y el nada tierno dibujo de un oso con los colmillos fruncidos.

A continuación, metros y metros de árboles adornaban la calle por la que el auto transitaba, con el aroma salado del mar que podía percibir a kilómetros, flores en el suelo, jardines de colores, casas alegres, establecimientos de comida por todos lados, librerías, edificios de trabajo, algunas obras en plena construcción y, muy a lo lejos, un enorme campanario.

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