Roger, todavía encadenado, convulsionaba al borde de la inconsciencia mientras su cabeza rebotaba contra la pared de cemento. Su cuerpo sudaba de forma exagerada, y expulsaba por los poros de su piel un sudor frío y amarillento. El medicamento que le inyectaron ejerció pronto su efecto y el cuerpo de Roger empezó a calmarse, aunque no evitó que perdiera el conocimiento.

—Se ha desmayado pero la fiebre está disminuyendo. Asearemos al paciente y que envíen a alguien para limpiar esta celda. Estas condiciones son infrahumanas —dijo uno de los enfermeros, mientras se despojaba de los guantes de látex—. Que lo trasladen a la sala verde para desinfectarlo.

Siete días más tarde, los vómitos, los episodios de fiebre y las alucinaciones habían desaparecido. Roger, que todavía seguía encadenado a la pared, había eliminado con éxito cualquier sustancia que envenenaba su cuerpo: la adicción y la necesidad de consumir iban desapareciendo. Todavía le quedaba un largo proceso para la rehabilitación, pero había dado un paso importante y su organismo empezaba a limpiarse después de varios años de abusos y excesos. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía orgulloso. No obstante, era consciente de que sólo había dado el primer paso hacia su recuperación, y que el tortuoso camino hacia la rehabilitación no había hecho más que comenzar.

Por el rayo de sol que penetraba por el respiradero dedujo que debían ser las seis de la mañana. Un celador, más amable que quien lo atendió la semana anterior, abrió la puerta de la celda y entró para dejar la bandeja con el desayuno: la depositó sobre la mesa metálica anclada en la pared. A continuación, el celador sacó de su bolsillo un manojo de llaves y liberó a Roger de sus grilletes.

—Gracias —dijo Roger, a la vez que rascaba sus heridas de las muñecas—. ¿Cuál es el procedimiento a partir de ahora?

—No me está permitido hablar con los pacientes, señor. Pronto recibirá la visita del médico —se explicó de forma escueta el celador.

—Vamos —dijo Roger con la voz carrasposa—, échame una mano. ¿Cuánto tiempo me queda en este agujero de mierda?

—Siete días, pero sin grilletes —mencionó el celador mientras cerraba la puerta de la celda y se marchaba. Roger cogió la bandeja con el desayuno y se sentó sobre el camastro atornillado en la pared sobre el que descansaba un pequeño colchón de espuma. Partió el pan en varios trozos y los bañó en la leche caliente. Disfrutó de aquellos bocados libres de cadenas como si fuera un niño con una tableta de chocolate.

Esa semana de cautiverio le resultó mucho más llevadera: sin grilletes estaba más cómodo, aunque era consciente de que todas las medidas que allí se tomaban eran estrictamente necesarias para su rehabilitación. El médico le visitó más tarde, y le aconsejó hacer cortos paseos recorriendo los pocos metros que componían la celda, le dijo que necesitaba estirar los músculos de las piernas para que no se entumecieran. La dieta también mejoró y, aunque le mantuvieron el mismo desayuno, introdujeron dos comidas más: para el almuerzo, carne de ternera troceada al horno con patata asada, y pescado con verduras hervidas para la cena.

Una semana más tarde, el mismo celador que lo liberó de los grilletes trasladó a Roger a otra celda de aislamiento, pero esta vez ubicada en una planta superior. Su nueva habitación era mucho más cómoda y disponía de una ventana con vistas al mar.

—Aquí estará mejor, señor Mears —dijo el celador con una sonrisa amable—. Dos semanas más en aislamiento y lo trasladarán al Módulo Privado.

—Después del agujero de donde vengo, cualquier cosa me parece mejor. Cuéntame algo del Módulo Privado, supongo que estar allí compensará el mal trago por el que estoy pasando; mi padre soltó una pasta para ingresarme aquí.

—No lo dude, señor Mears. Habitaciones con ducha, sala de video, piscina y spa, librería, cafetería con unos menús excelentes...

—Vale, vale —interrumpió Roger entre risas—. No me hagas más difíciles los días que me quedan en aislamiento.

Aquella fase le resultó más llevadera, incluso pudo disfrutar de la lectura de libros infantiles. A Roger siempre le gustó la literatura de terror, pero no le quedaba más remedio que conformarse con lo que le llevaba el celador. Pasó los días en su nueva habitación tumbado en la cama, leyendo, pensado, y disfrutando también de las vistas al mar y de la preciosa puesta de sol, disfrutó viendo las olas romper contra las rocas y formar esa espuma blanca tan característica. Allí se encontró cómodo, aunque con el paso de los días echó de menos la compañía de otras personas.

Esas dos semanas en aislamiento se hicieron eternas para él: incluso con la mejora de las comodidades, se hacía pesado y duro estar solo y sin poder consumir heroína, su fiel compañera que durante cinco años había conseguido hacer que su soledad fuese más llevadera.

Encerrado entre cuatro paredes, pierdes la noción del tiempo, este parece detenerse creando en el ser humano una sensación extraña de abandono. El mundo sigue girando a gran velocidad, sin detenerse un solo instante a preguntarse qué ha sido de ti, o dónde estás. Ese tiempo perdido jamás se recupera. Pero hay ocasiones en las que el encierro y la soledad se convierten en algo tan necesario para vivir como lo es el respirar. Y ese pensamiento mantenía viva la esperanza de Roger, pues creía que sacrificando ese tiempo podría recuperar el control de su vida y olvidar el pasado.

El escáner se abrió por segunda vez para Roger en aquel duro día. Tras las comprobaciones de rigor, el doctor Ridgway se mostró muy feliz por el resultado, y su rostro sonriente delataba el asombro que sentía por el empeño que ponía Roger en su recuperación.

—Le felicito, señor Mears, tiene usted una voluntad de hierro. Nunca había tratado un paciente tan fuerte y comprometido. Estoy fascinado por la perseverancia que está mostrando. Es usted un verdadero guerrero.

—Gracias, doctor, aunque debo decirle que no es en el interior de esta máquina donde me gustaría estar gastando mis fuerzas —dijo Roger, visiblemente agotado por el esfuerzo y el estrés que le suponía el escáner para su cerebro.

—Lo sé, pero por desgracia no creo que vuelva a jugar al baloncesto. No obstante, con su fuerza de voluntad y la capacidad que tiene para luchar, no me cabe la menor duda de que saldrá de aquí convertido en un hombre nuevo, se lo garantizo —dijo el doctor Ridgway con tono condescendiente.

—Esoespero, doctor... eso espero.    

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⏰ पिछला अद्यतन: Dec 20, 2016 ⏰

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