Mi querida Ellen - Nina Küdell

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« ¡Un poco más! ¡Tan solo un poco!», me lamenté en un grito ahogado.

Sentí el corazón como un gran globo oprimiéndome el pecho. Las gotas de sudor aparecían danzantes alrededor de mi frente. Mi cuerpo ante el cansancio ya parecía una gran masa de músculos inermes dificultando mi transitar. Mis labios marchitos ante la sequedad comenzaban a punzarme, haciendo que brotaran pequeñas gotas sanguinolentas. Mi sed era tiránica, y tan solo roce de mi lengua me escocía en extremo.

Y el barro. Éste, a pesar de ser algo escurridizo, parecía tener garras que hacían incluso mayor mi subterfugio.

Mis jadeos eran súplicas agónicas que a pesar de mi desesperación clamaban sin respuesta, aún sabiendo que este bosque infinito solo la luna era testigo de mi abatimiento.

Las estrellas del oscuro firmamento eran mi compañía, esas mismas que alguna vez nos unió entre besos y promesas de amor. Sin imaginar que al tiempo después, esa misma mujer que me juraba un afecto imperecedero estaba de cacería para brindarme la muerte.

Ellen había cambiado. Ya no me esperaba sonriente al llegar de mi trabajo, como tampoco compartía la cena y menos me preguntaba qué tal había sido mi día. Sus abrazos eran lánguidos y sin entusiasmo. Yo ya me imaginaba que otro había tomado mi lugar.

Ojalá hubiera sido eso.

En momentos su mirada era un revoltijo de ojos hipnóticos tratando de descifrar una muralla en blanco. Estos parecían luces destellantes montando un baile, lo cual le producía una risa colérica y subterránea de principio, para luego acabar en estrepitosas carcajadas sin razón alguna.

Bajo cánticos en un lenguaje esotérico me dedicaba coplas que asemejaban ser una posesión hechicera.

Los días se hicieron eternos, pues el decoro profesado por mi devota esposa había desaparecido. A veces la encontraba montando coreografías inconexas entre garabatos y alabanzas a un dios invisible que ella decía contemplar.

Mas la calma la había abandonado haciéndola presa de una insana aventura, que con prontitud maquinaría una serie de eventos que destrozarían la paz y el sosiego de nuestro hogar...y hasta del vecindario.

Las habladurías no tardaron en aparecer, como la desconocida y falta de misericordia por parte de las mujeres de más avanzada edad.

Los niños habían tomado como punto de distracción y de entretenimiento el que había sido mi hogar durante cuatro años, catalogando a mi mujer como «Ellen, la demente», inventando ingeniosas sonatas mediante huevos y excremento de perro. Una imagen surrealista como desquiciada era un adorno constante en mi morada.

En apenas dos meses, Ellen era realmente...una demente.

Y todo se desató una fría y lluviosa media tarde con un llamado que lo cambiaría todo.

—John, lamento llamarte a tu trabajo.Una temerosa mujer me advertía. Pero Ellen está bailando desnuda en medio de la calle y la policía viene en camino.

Marguerite, la única vecina que aún me dirigía la palabra, había tratado de tranquilizar a mi mujer sin lograr, por obviedad, calmar las ansias de mi amada.

Busqué los mejores especialistas para que dieran con una pronta solución, llegando estos mismos a la conclusión que ella solo estaba estresada, lo que era común manifestar episodios de locura y de personalidades lejanas a la que definía a una persona normal y corriente.

Sabía que algo no cuajaba. Sabía que ella escondía algo o mejor dicho, lograba disimular a esa bruja con rostro de ángel engañando entre risas e historias al loquero y a quien estimara.

Noches de espantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora