Carraspeé, sonriendo en una manera encantadora que esperaba que apaciguara mis palabras. Conocía a Daniela desde primer año y sus rabietas eran memorables, pero cuando insinuó que saliéramos no pude negarme. Ángela había ido a visitar a su tía y yo me sentía, más que solo, vacío. Necesitaba tanto llenar el agujero en mi pecho que busqué cualquier compañía que suplantara la suya en alguna medida; la tristeza y el ardor en la piel me preocupaban, pues eran el símbolo de cuan gravemente la extrañé durante ese fin de semana. 

—Sí, Dani, lo sé, pero se me ha presentado una emergencia y no estaré disponible el día de hoy. —Su sonrisa cayó y me sentí mal. Esa chica era una de las pocas que había conseguido atraer mi atención, aunque siendo sincero me habría conformado con cualquiera que me proporcionara un poco de alivio en el tormento—. Tendré que cancelar nuestra salida. Realmente lo siento, te prometo que te lo compensaré después.

La miré apretar los labios mientras escuchaba mis palabras y cuando acabé volvió a formar una sonrisa tensa que delataba totalmente la falsedad de su respuesta. Me sorprendió que no comenzara a lanzar gritos y despotricar en mi contra frente a toda la comunidad estudiantil.

—Tranquilo, Sebas. Entiendo completamente. Suerte con tu... emergencia familiar. —Giró y comenzó a marcharse con grandes zancadas, sin darme tiempo a responder nada más. Esa definitivamente era la reacción colérica que yo esperaba; tal vez me hice un favor librándome de ella, solo me recordó por qué le tenía tanta aberración a las chicas de mi edad y pasaba todo mi tiempo libre con la única que me atraía de todas ellas.

Respiré muy hondo y solté un gran suspiro mientras miraba el cielo azul de mediados de setiembre. ¿Por qué a veces lo hacía todo mal con las mujeres? Aunque me proponía ser amable con ellas, parecía que mis palabras y mis acciones solo lograban enojarlas, y mi subconsciente muy secretamente movía los hilos para alejarlas de mí y mantenerme aislado junto a la única persona que me importaba, como si no quisiera que nadie más irrumpiera nuestro mundo. Mi relación con Ángela era mi bálsamo; ella me entendía, me conocía perfectamente y casi nunca se enfadaba por mi comportamiento errático de chico adolescente. Siempre me decía todo tal y como lo pensaba, ambos éramos directos y esa era una de las cosas que me encantaban. Si las demás estudiantes del liceo fueran como ella, con mucho gusto las tomaría más en cuenta.

Rebusqué en mi mochila hasta que encontré el billete que se suponía que debería usar para comprar mi desayuno y mi almuerzo de ese día. Regularmente desayunaba en casa y almorzaba en el liceo, pues mi economía no me permitía algo diferente, pero aquel martes me levanté demasiado tarde y mamá echó fuera de la casa mientras me arrojaba ese billete para que no llegara tarde a clase. Me preocupaba que ella se hubiera quedado sin comer por mi culpa.

Cerré la mochila y comencé a caminar hacia los límites del patio, cerca de la maya de metal de dos metros, donde se encontraban Daniela y sus amigas platicando antes de que yo llegara a cancelarle. Me detuve y me aseguré de que absolutamente nadie estuviese mirando en mi dirección antes de arrojar mi mochila sobre la maya; cayó del otro lado con éxito. Luego tomé impulso y salté, aferrándome con manos y pies y escalando hacia arriba rápidamente. Aterrice de un salto al otro lado, todo en cuestión de segundos, pues ese movimiento lo había realizado incontables veces antes y me había vuelto todo un experto en fugarme del colegio durante mi tercer año. 

Tomé la mochila y comencé a descender por el terreno hasta llegar a la calle que rodeaba el liceo. En ese momento ya era oficialmente libre, pues desde allí ya nadie podría detenerme. Saqué el teléfono de mi bolsillo y comencé a buscar en internet información sobre la varicela mientras me dirigía calle arriba. Encontré varias cosas que podrían hacer que Ángela se sintiera mejor, así que cuando llegué al supermercado cogí una canasta y dentro coloqué una bolsa de avena y una botella de aloe vera. Me tomó más tiempo pero al final encontré algo de loción de calamina escondida en un estante bajo y, luego de conseguir un tarro mediano de helado de galleta, me dirigí hacia la zona del supermercado donde vendían películas.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora