Desde que tú no estás

29 4 0
                                    


¡Plash!

-¡NO!- exclamo una vez más, a la vez que golpeo mi bello piano- ¡NO, NO, NO!

Las lágrimas corren por mis mejillas, ruedan pómulos abajo, y ya no hay nada que yo pueda hacer para retenerlas. Llevo tanto tiempo conteniéndolas, que he acumulado un mar de ellas tras mi retina y, yo, pese a todo, sabía que tarde o temprano, acabarían por ser derramadas. Y ese día, es hoy.

Me levanto de mi asiento, frustrado, y me llevo las manos a la cabeza, entrelazando mis dedos entre mis cabellos dorados, dejando que se pierdan entre mis rebeldes mechones, tal y como tú solías hacerlo cuando estabas a mi lado.

-¿Por qué?- pregunto a la nada, a la habitación que has dejado vacía desde que saliste por la puerta tras nuestra acalorada discusión.

Recuerdo tus pies girar sobre sus talones, tus pasos temerosos e inciertos acercándose a la salida, tu voz intentando ocultar el nudo en la garganta que en aquel momento tenías... ¿Me extrañas tanto como yo a ti?

Agotado, arrastrando mis caros zapatos por el suelo empolvado, me acerco hasta mi cama deshecha, y me sumerjo en ese océano de sábanas blancas, allí donde nuestros cuerpos solían encontrarse por las noches, tocándose, sintiéndose, amándose... Pero, a su vez, el lugar donde ahora me ahogo en lamentos, cuando la realidad me supera y soy más consciente que nunca de que tú ya no estás.

Golpeo el colchón con fuerza, con la rabia contenida por la impotencia de haber visto como te ibas y de no haber podido hacer nada para retenerte aquí, a mi lado, aunque solo fuese por un par de horas más. Recuerdo tus profundos ojos negros, nocturnos, brillando por la tristeza de saber que aquello se trataba de un adiós definitivo. Esa triste sonrisa dibujada en tu rostro tratando de disimular el dolor que ambos sentimos...

-Eric...-susurran mis labios, pronunciando tu nombre con la delicadeza con la que siempre lo han hecho.- Eric, ¿por qué te has ido?

La almohada en la que he hundido mi cabeza no me responde, permanece callada sin darme una respuesta, dejándome solo ante mis demonios y mis penas.

Y lloro, lloro porque en una noche como esta, en una noche como otra cualquiera, el cielo nocturno me parece más oscuro y sus fauces más peligrosas. ¿Cómo he de explicarlo? El té de las cinco ya no sabe igual desde que tú te has ido y los barrios de mi bella Londres ya no recitan la misma poesía que al principio.

Miro el cielo estrellado, ese que alcanzo a ver desde mi lecho, el mismo que antes compartíamos, y contemplo las estrellas brillantes que un día brillaron en tus ojos al verme. ¿Qué será de esas miradas entrelazadas, ocultas a los ojos de los demás, cuando nos encontrábamos en los salones de los más ricos hombres de nuestra ciudad? ¿Dónde guardarás el roce de nuestras manos, las caricias clandestinas, el pasear de mis dedos sobre tu espalda?

Respiro profundamente y degusto el olor que has dejado entre mis sábanas, ese fresco aroma a jabón que tu piel desprende... Mis sollozos se vuelven más fuertes, más bruscos, y de tanto desahogarme acabo por rendirme a los brazos de Morfeo, quien me acoge en su seno y me acuna para que el niño melancólico en el que me he convertido pueda tener un pequeño momento de paz.

...

Mis oídos alcanzan a oír un leve compás, el dulce sonido de un piano y algo que suena a música celestial.

Abro los ojos y me encuentro ante un pasillo sin ventanas, con paredes de madera y lámparas que albergan pábilos tintineantes que amenazan con dejarme a oscuras. Reconozco este lugar al instante y camino guiado por el canto angelical que ha atado mi corazón en lo que hubiese sido la mera duración de un simple suspiro. ¿Cuántas veces habré recorrido este mismo pasadizo?

RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora