Sin nombres. EDITADO

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Tenían todo listo: las credenciales e identificaciones falsas, las armas y las "señas particulares", impostadas. Aunque el común de los delincuentes trataba de no llamar la atención y mezclarse entre la gente, ellos hacían lo contrario. Lo que buscaban era que los testigos recordaran esas características, para que fuera más difícil relacionarlas con ellos.

Los cuatro salieron de la sala donde se encontraban y se
dirigieron a un garaje, donde tenían una camioneta robada a la que le habían cambiado la patente. Salieron a la calle desierta y luego se mezclaron en el tránsito.

Llegaron a la comisaría. Descendieron y uno de ellos se sentó frente a un escritorio, delante de un oficial. Este observó al hombre. Lo que más sobresalía era su cicatriz en la mejilla izquierda. Era lo que más iba a recordar, semanas después. Empezaron a hablar.

Tardaron un rato largo, pero al final lograron su cometido. Unos guardias abrieron la puerta de la celda y dejaron salir al prisionero. Lo condujeron hasta donde estaban los demás. Luego volvieron.

Otros dos oficiales acompañaron al hombre y su grupo afuera. Al preso le pusieron esposas y lo subieron a un patrullero, acompañado de uno de ellos. El hombre de la cicatriz se sentó del otro lado. El otro oficial manejaba. El resto del grupo se subió a la camioneta con la que habían llegado.

El vehículo guiaba al patrullero. Se alejaron lo suficiente de la comisaría. En un momento, se detuvieron y se dirigieron al estacionamiento trasero de un supermercado cerrado, oculto de la visión de la calle.

—¿Por qué estamos acá? —preguntó el conductor.

—Ya se va a enterar.

Se detuvieron. El conductor tomó su arma y descendió. Alguien apareció al costado de unos autos estacionados. Tenía un pasamontañas y una pistola con silenciador. Le disparó al del patrullero y se volvió a esconder.

El otro oficial también sacó su arma y abrió la puerta. No podía pasar directamente a los asientos delanteros porque los separaba una valla metálica. Cuando empezó a salir, el prisionero lo pateó. Cayó al suelo. El hombre del pasamontañas volvió a asomarse y le disparó. Esperó unos instantes. Luego se acercó al auto.

—Todo listo —le dijo al hombre de la cicatriz.

—Salgan —les ordenó él a los demás.

El hombre del pasamontañas subió los cadáveres al patrullero, les quitó las identificaciones, llaves y el dinero que llevaban encima. El hombre de la cicatriz lo llevó hasta estrellarlo contra el supermercado. Lo mismo hizo el otro conductor con la camioneta, ubicándola lo más cerca posible. Luego se bajó y empezó a sacar cosas del baúl.

Separó un bidón de nafta. El hombre del pasamontañas tomó una cartulina y un aerosol. Se alejó, la desenrolló y pintó en el suelo. Otro de los hombres sacó explosivos de uno de los autos
estacionados y los colocó debajo de los vehículos. El conductor roció nafta sobre estos y la pared. Los prendió fuego, mientras todos subían a los autos estacionados.

El prisionero, ya sin esposas, miró al sujeto del que solo se le veían los ojos, que manejaba a su lado. Se preguntaba si era quien él pensaba. Su voz, al menos, le resultaba conocida. Sería muy arriesgado para él, aún con la cara tapada. Tal vez no confiara tanto en ellos y necesitaba encargarse personalmente...

El hombre de la cicatriz, desde el asiento trasero, lo distrajo. Cuando ya estaban en la calle y se habían alejado lo suficiente, levantó un detonador. Habló mirando al frente, sin referirse a nadie en particular.

—¿Les gusta mi obra de arte?

Presionó el botón y los autos explotaron. Desde su posición no alcanzaban a ver los daños.

—¿Por qué hacen esto? —dijo el prisionero, observando primero a uno y luego a otro—. Van a alertar a la policía.

A él le habían dicho que iban a eliminar al testigo que lo
había denunciado. Él se iba a inculpar de todo y ellos lo ayudarían a huir. De esa forma quedarían impunes. No le cerraba lo de la explosión. Sería evidente que no actuaba solo.

—Vamos a hacer varias cosas juntas. Esto es un preámbulo. Pronto la ciudad va a arder —dijo el hombre del pasamontañas, primero sin
mirarlo y luego giró la cabeza hacia él—. Pero no vas a estar acá cuando suceda. Y no te preocupes por la policía.

—¿Qué va a pasar?

—Cuanto menos sepas, mejor. —dijo el hombre de la cicatriz.

Siguieron manejando varios minutos. Luego se desviaron hacia unas calles prácticamente sin tránsito. Se detuvieron ante una casa con rejas y portero eléctrico. Tenía las persianas bajas. El hombre del pasamontañas esperó en el auto para no llamar la atención.

Presionaron un botón.

—Pueden pasar. Ya les abro —les dijo una voz de mujer.

Ella apareció abriendo una puerta de madera primero y la que tenían más cerca después. Era morocha y delgada. Visiblemente no tenía ninguna seña particular impostada. Pero solo el hombre de la cicatriz la había visto antes.

—Todo listo. Está durmiendo —les dijo, dándoles las llaves.

—Bien. Subí a la camioneta.

Se cruzó con el hombre que salía del vehículo sin mirarse. Ella se sentó en el asiento del acompañante y se puso a escuchar música con auriculares. Normalmente se dedicaba al robo. La habían contratado para que hiciera su parte con la condición de que no supiera qué harían ellos.

Entraron y cerraron la puerta. Vieron al dueño de la casa dormido en una silla. Delante de él había una mesa que minutos antes tenía una botella y dos copas. Dos de ellos se pusieron guantes. Le levantaron la cabeza y los brazos, mientras que el hombre del pasamontañas le entregaba su arma al prisionero.

Se apartaron y él disparo dos veces. La víctima abrió los ojos un momento y cayó hacia atrás, mientras lo soltaban. Devolvió el arma al hombre del pasamontañas, quien sacó del bolsillo una carta donde se inculpaba del hecho y la dejó
sobre la mesa.

—Alcanzame un cuchillo. Que tenga tus huellas.

El prisionero buscó en un cajón de un bajomesada, preguntándose qué harían a continuación. Se lo entregó. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre del pasamontañas tomó el cuchillo y se lo clavó en el estómago.

Cayó al suelo, ensangrentado. Vio cómo su atacante dejaba el arma en manos de la primera víctima.

—Pero..., ¿por qué? —dijo, con poca fuerza.

—Conocés las reglas —le respondió, acercándose—. Sabés muchos nombres, incluyendo el del jefe.

—La policía no va a creer esto —hizo una pausa para respirar—. No se saldrán con la suya.

—Yo sí. Acá termina mi participación. Y sos el único que me vio la cara. Te explicaría lo de la policía si las circunstancias fueran diferentes —le sacó las balas sobrantes a la pistola y la tiró cerca de él. Se dirigió a los demás.

—Espero que su reemplazo sea más eficiente. Vámonos.

Salieron sin mirarlo y subieron a los autos. La mujer no hizo ninguna pregunta. Supuso que no era prudente. Ya llegaría el momento en el que tendría las respuestas que buscaba. Mientras los ellos se iban, el prisionero terminaba de confirmar su sospecha: debajo del pasamontañas se escondía quien él creía.

La llama interior.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora